Caminaba por el entorno de la Plaza Mayor de Madrid, entre turistas, abanicos estampados y peinetas de plástico, cuando vi colgado, entre tantos objetos repetidos, un vestido de faralaes. Negro con volantes blancos, como salido de un estereotipo, sí, pero también —inesperadamente— de una emoción íntima. No pensé en España, ni en los tablaos de flamenco diseñados para el visitante. Pensé en casa. Pensé en Camagüey. En el Teatro Principal. En una noche que aún no he terminado de procesar.
La foto es de mi colega Leandro Pérez. Una captura de la gala por el aniversario 175 del Principal, el primero de febrero de 2025 que sigue brillando en la memoria como si no hubiera terminado nunca. En ella, dos artistas. Dos luces. Dos mundos.
Liudmila Pardillo aparece a la izquierda del encuadre. Viste un traje andaluz, negro con ribetes blancos, y lleva una flor blanca en la cabeza. Canta, pero su canto es más que sonido: es gesto, presencia, invocación. Al otro lado, un bailaor de riguroso negro, como salido de un cartel antiguo, ofrece el contrapunto corporal. En medio, la sombra. El silencio. La tensión de una escena que parece flotar fuera del tiempo.
No hay otra gala como esa en la memoria reciente de mi ciudad. No solo por el despliegue técnico y artístico, sino porque allí se cruzaron muchas cosas: el homenaje a Lola Flores y a todos los artistas que pasaron por ese escenario, el respeto por los trabajadores del teatro, la voluntad de hacer del arte un faro en tiempos difíciles. Fue una noche de divas y de memoria. De espectáculo, sí, pero también de afirmación.
Ahora que soy yo la extranjera, miro con otros ojos esos recuerdos de vidriera. El vestido en la tienda madrileña ya no me parece un simple suvenir. Pienso en él como símbolo. En esas fiestas de barrio que aquí pronto comienzan —con sus farolillos, sus pasodobles, su orgullo popular— veo otra forma de resistencia cultural. Y me doy cuenta de que lo que vi en Camagüey no era imitación, sino espejo. No era copia, sino eco transformado.
Esa gala nos recordó que somos mezcla. Que llevamos en la sangre la hibridez y el gesto. Que una solista cubana puede evocar a Lola Flores sin traicionar su raíz, porque lo que está en juego no es la nacionalidad, sino la entrega. Y que una ciudad como Camagüey, a veces sumida en su rutina, puede encenderse de belleza cuando el arte se toma en serio.
Volver a esa foto ha sido volver a casa. No a la ciudad física, sino a la certeza de que allí, una vez, fuimos capaces de imaginar algo hermoso, completo, emocionante. Ojalá no lo olvidemos. Ojalá sepamos leer el vestido en la vidriera como un recordatorio de lo que fuimos capaces de crear.
Porque el peligro hoy no es la crisis, ni siquiera la distancia. El peligro es la desmemoria. Y el arte, como esa fotografía, como esa gala, como esa voz, puede ser todavía nuestra mejor forma de recordar.