Miércoles, el día atravesado.
La ciudad aún no ha decidido si se despereza o se rinde. Yo me siento en la terraza de una taberna con un vaso de vermut que brilla como si contuviera un pedazo de tarde atrapada. Me lo sirven con algo saladito para maridar. No es fin de semana, no hay nadie conmigo, pero algo me empuja a sentarme aquí y probar esto como se debe, a la hora que se dice.
Frente a mí, una pareja de ancianos.
Él quiere comer, ella solo picar.
Repasan el menú como si fuera un mapa, cada uno buscando una dirección distinta. La camarera les ayuda: tantea gustos, propone, media. Al final, ceden a su encanto y piden una ensalada.
Aquí todo sucede a ritmo solar.
Es casi la una, lo que en Cuba ya sería hora de almorzar, pero aquí todavía es mañana. A esta hora se dice “hola, buenas” y aún se recibe con un “buen día”. A las diez de la noche el cielo todavía bosteza, sin decidir si irse o quedarse.
El vermut me supo a algo conocido. Un aire dulzón, parecido al vino de viña que se toma en Cuba en días especiales. No me gustó tanto. Aunque reconozco que tiene sus afectos, y que mi paladar —sin entrenamiento— no bebe al ritmo de los españoles, que tienen un brindis listo para cada hora. Está la broma de que aquí se la pasan comiendo, bebiendo y conversando... y algo de verdad tiene. Pero lo cierto es que el vermut se toma como se toma el día: con tiempo, con pausa, sin apuro. Y a mí, que no bebo mucho, me pareció un buen lugar donde empezar.
Y yo, sola pero bien, con mi vaso de vermut y esta escena delante, no necesito más. Madrid me ha dejado entrar en una de sus costumbres sin pedirme nada a cambio.