CAMAGÜEY.- Una de las frases que ha identificado el carácter del proceso revolucionario ha sido “¡Patria o Muerte!”. El tono definitivo, sentencioso y seguro de esa disyuntiva, expresada por el Comandante en Jefe de la Revolución, Fidel Castro Ruz, resulta un símbolo de la convicción del pueblo cubano por sus ideales, de una tradición de luchas por la autodeterminación y soberanía del país.
El cuatro de marzo de 1960, desde el puerto de Amberes, Bélgica, arribó a Cuba el buque francés La Coubre, con alrededor de 31 toneladas de granadas, municiones para Fusil Automático Liviano, y otros pertrechos necesarios para preservar la nación recién fundada, el Primero de enero de 1959, de cualquier intento de invasión extranjera.
Aquel suceso, lejos de pasar a la historia como el derecho de la defensa de un estado, quedó grabado como un triste pasaje de sangre, fuego y odio marcado por un sabotaje a la embarcación militar. Ya en la segunda mitad del ‘59, el vapor europeo había traído armas a Cuba sin sobresaltos, pero la creciente tirantez del gobierno norteamericano con la Mayor de las Antillas, se concretaría con una voladura, considerada como uno de los mayores atentados del siglo XX.
Tras la explosión, los capitalinos se apresuraron para auxiliar a los sobrevivientes. Entre los rostros que enseguida acudieron al siniestro estaban los de dirigentes de la Revolución como Fidel, el presidente, Osvaldo Dorticós Torrado, los comandantes Ernesto Guevara de la Serna, Raúl Castro y Juan Almeida. Según el historiador, José Cantón Navarro, en su libro, Historia de Cuba 1959-1999.Liberación nacional y socialismo, el saldo de víctimas fue de “101 muertos, entre ellos siete marineros franceses, y centenares de heridos”.
Las honras fúnebres a los fallecidos se efectuaron desde el Palacio de la Central de Trabajadores de Cuba hasta la necrópolis habanera, y a lo largo de la nación. Cerca del cementerio, Fidel se encaramó sobre la cama de una rastra estacionada en la esquina 23 y 12, para explicar con detalles el terrible acontecimientos vivido horas antes y la certeza de que lo ocurrido no había sido un sabotaje, sino un accidente.
“(…) en la mañana de hoy dimos órdenes a oficiales del ejército de que tomasen dos cajas de granadas de los dos tipos diversos, las montaran en un avión y las lanzaran desde 400 y 600 pies, respectivamente. Y aquí están las granadas, lanzadas a 400 y 600 pies desde un avión, [...] y se destruyeron las cajas de madera sin que una sola de las 50 granadas que llevan dentro estallara”, aseguró el Líder Histórico de la Revolución Cubana al pueblo.
Afirmó que las conjeturas efectuadas no parten “(…) del capricho ni del apasionamiento; parte del análisis, (...) de las evidencias, (...) de las pruebas, (...) de las investigaciones que hemos hecho, e incluso de los experimentos (...) para sacar primero la conclusión de que era un sabotaje y no un accidente”.
En aquel espacio, epicentro de un duelo nacional, expone que los “(…) funcionarios del Gobierno norteamericano habían hecho reiterados esfuerzos por evitar que nuestro país adquiriera esas armas (…) ¿Por qué ese interés en que no adquiramos medios para defendernos? ¿es que acaso pretenden intervenir en nuestro suelo? (…) nuevamente no tendríamos otra disyuntiva que aquella con que iniciamos la lucha revolucionaria: la de la libertad o la muerte. Solo que ahora libertad quiere decir algo más todavía: libertad quiere decir Patria. Y la disyuntiva nuestra sería ¡Patria o Muerte! (...)”.
En la consigna, además del enardecimiento motivo de una tragedia, se atisba una tradición de voluntades patrióticas que sostienen las banderas de la independencia, de la idiosincracia y de los valores sedimentados en el transcurso de las luchas del pueblo cubano, como colonia de España y fruta madura de Estados Unidos. La muerte, en el contexto de ese lema, pronunciado hace ya 64 años, no significa el vacío, la oscuridad o la falta de rumbo, sino la entrega de la vida con fe, si así fuera necesario, por la libertad.