CAMAGÜEY.- Salvador Cisneros Betancourt es uno de esos buenos cubanos que contiene, en su vida, una parte de la historia de nuestro país. La enaltece, aunque con frecuencia las referencias sobre su largo andar por las memorias patrias resultan breves. Se muestran solo en un somero barniz, en la escuela, en el nombre de una calle o en el majestuoso monumento situado en el Casino Campestre. Pero Cisneros más que piedra, mirada pensativa, o dirección a encontrar, se resume en su última frase antes de morir, un 28 de febrero de 1914: “Patria y Camagüey, ordénenme”.

Uno de los círculos familiares más poderosos del Puerto Príncipe del siglo XIX, era el de Salvador. Propiedades, grandes extensiones de tierras y un título nobiliario prometían al futuro II Marqués de Santa Lucía una holgada y cómoda existencia difícil de rechazar. Sin embargo, el hijo de José Agustín Cisneros y Quesada y Ángela Betancourt y Betancourt, heredaría también algo de las incipientes muestras de afecto que sus ascendientes sentían por Cuba y del creciente recelo hacia la metrópoli española.

En el artículo Apuntes para la historia de la familia de Salvador Cisneros Betancourt, la historiadora Elda Cento Gómez expresa

“(…) Alonso Betancourt y Betancourt estuvo implicado en la conspiración de los Soles y Rayos de Bolívar y en la expedición de los Trece. Otra figura interesante la constituye, José Ramón de Betancourt y Betancourt (…) Reconocido también como abogado y por sus críticas al colonialismo (...) Fue representante a las Cortes en varias ocasiones donde abogó por mejoras económicas y políticas que hicieran innecesarias fórmulas más radicales de oposición a España”.

La decisión del Marqués no fue sencilla. Había que abandonar las posesiones, los sueños del hacendado próspero y la seguridad de su gente. Pero en la balanza de sus principios ya había despertado la conciencia del independentismo. Observaba la misma luz libertaria que bañaba a Céspedes, Francisco Vicente Aguilera y a su coterráneo, Ignacio Agramonte Loynaz.

Sus convicciones se materializaron el 4 de noviembre de 1868, en Las Clavellinas, cuando se alzó, junto a otros 75 camagüeyanos, para secundar el Grito de Yara. “En esos primeros días, impidió las gestiones conciliadoras y traidoras de algunos que aún confiaban obtener mejoras de la metrópoli. Durante la reunión de Las Minas, antes de que Ignacio Agramonte llamara a arrancarle a España, mediante las armas, la libertad de la Patria, se había pronunciado por la continuación de la guerra”, refiere el presidente de la Unión de Historiadores de Cuba, en esta provincia, Ricardo Muñoz Gutiérrez.

El peso político desempeñado en la contienda lo colocaron en funciones relevantes dentro de la Cámara de Representantes del Centro, el Comité Revolucionario de Camagüey, en la Asamblea Constituyente de Guáimaro y como presidente de la Asamblea de Representantes y de la República en Armas. Y si en el frente de combate el peligro de morir bajo las balas españolas era inminente, los horrores que encontró Cisneros en la manigua, cumpliendo sus deberes, no fueron menores: la confiscación de sus propiedades no significaron nada ante la muerte de su esposa y de varios de sus hijos.

Uno de los pasajes poco conocidos a finales de la campaña, y que demuestra la intención del territorio camagüeyano a no aceptar la paz sin independencia, propuesta por el Pacto del Zanjón, lo protagonizó el Marqués de Santa Lucía.

En los inicios, Salvador imaginó que sería más saludable para el Ejército Libertador, una tregua que le permitiera reponerse del elevado desgaste militar y escaseces. No obstante, la razón hizo que apreciara con hondura las esencias del documento “pacificador” y, como alega Muñoz Gutiérrez, “protesta sus acuerdos ante el mismo Capitán General, Arsenio Martínez Campos, y reclama por lo menos la libertad de los esclavos”.

Ya el cuerpo del viejo mambí contaba 67 años. Había sufrido una dolorosa estancia en el exilio y las heridas que le dejó la manigua, en el alma, todavía ardían. Sí, el mirar hacia atrás tuvo que ser doloroso, pero todavía lo esperaba la Guerra Necesaria planificada por nuestro Héroe Nacional, José Martí. Aunque la postura de algunos oficiales se antojaba vacilante, el anciano no chistó. Enjaezó su caballo, tomó su machete y se levantó, el 5 de junio de 1895, en las Guásimas de Montalván.

Cuando Cuba estaba cerca de lograr su soberanía, Estados Unidos intervino y nos la arrancó como si de una fruta madura se tratara. El antiguo líder insurrecto denunció la injerencia norteamericana en escritos como Voto particular contra la Enmienda Platt. En aquel contexto alegaba que: “Nunca ha pasado por mi mente la idea que me haga suponer que los americanos se desprenderán de Cuba. Ellos harán todo lo posible por no soltar la prebenda…”. Y así ocurrió.

Una vez establecida la República Neocolonial, el 20 de mayo de 1902, los servicios de Cisneros a la Revolución no terminaron. Como senador, se escucharon sus palabras acusatorias al naciente Ejército Permanente y a la Guardia Rural y “enfrentó la traición de sus antiguos compañeros de lucha que, en el poder, y apoyando a los partidos políticos se olvidaron del pueblo. Además, propuso la creación de un gran movimiento cívico para enfrentar los males de antaño que sobrevivieron a la colonia y lo que consideró la causa principal: la imposición del apéndice constitucional y la intervención estadounidense”, aclaró Muñoz.

A los 85 años, después de haber entregado por tanto tiempo su espíritu a la libertad, el Marqués falleció en La Habana. “Al gran ciudadano Salvador Cisneros Betancourt”, reza la tarja de mármol dedicada por el ayuntamiento de Camagüey a su sepulcro, en la Necrópolis de esta urbe. Más que un hombre con alto sentido del civismo, fue un héroe que, aún en los segundos antes de partir de este mundo, dedicó los últimos pensamientos a su Patria chica, y a su nación.