Le escribí un ¡Felicidades! vía Instagram y le dije que aquí estaba cuando quisiera presumir y también cuando necesitara llorar. Y me envió, de vuelta, en un audio: “Ay, ¡qué nervios, qué estrés! Nadie me había dicho que esto era tan difícil. ¡Qué volcán de emociones! ¡Qué amor tan grande y qué ruleta rusa juega una cada día!”.
Aún le falta más de un lustro para sus 30 y C aspira a una ligadura de trompas. Su bebé, asegura, es suficiente. Cuando dice que odia la maternidad sé que en la misma medida ama a su hija: la he visto temblar ante los mocos, los vómitos, las fiebres y hasta el apretón de otro niño.
R, mamá de tres, anda desvelada por su adolescente “del medio”. No le ha funcionado nada de lo que ha leído en las mil y una publicaciones de crianza respetuosa o psicología infantil.
El benjamín de P tiene casi tres años y ella aún no se acostumbra al piso de gres sucio y regado, ni a envidiar las fotos de sus amigos en bares y discotecas. Mientras, E se pregunta con quién dejará a las mellizas para empezar a trabajar: el círculo no llega y ellas dependen de ese salario que no alcanza.
Cada día, a la hora del sueño, A repasa los últimos meses: el test y el ultrasonido, el desacuerdo y el divorcio, el titubeo y la decisión definitiva… el vientre que crece y la certeza de que, aunque no está preparada para lo que viene, podrá sola, “tengo que poder”.
Los “niños” de L y de X son padres ya, pero a muchas millas de distancia, mientras ellos cruzaban fronteras, ellas pasaban días y madrugadas prendidas al teléfono, siguiendo el puntico en un mapa y consolándose mutuamente en los momentos en que fallaba el GPS.
Podría usar cada letra del alfabeto y seguir necesitando caracteres para representar los dolores, las frustraciones, las dudas y los miedos de las muy diversas madres reales que conozco. Y uso “reales” porque hay mucho mito en la maternidad; mucho romance y mucha pose de vida perfecta y mujer completa en la calle o las redes sociales. Hay demasiada ficción detrás de las verdades que se descubren en la ruta nada llana que conduce de mujer a mujer madre.
Porque no nacimos para ejercer la muy complicada misión de la crianza, ni traemos en los genes ese “instinto” mágico que nos promete la sociedad como respuesta a todas las preguntas ¡Mitos! Incluso si ya fuimos hermanas mayores, primas o tías por vínculo sanguíneo o afectivo… incluso cuando ya se parió una o más veces, a ser madre se aprende a diario, en el ejercicio, y no hay una fórmula para hacerlo bien, y entre las pocas certezas está la de que nos equivocaremos.
Por suerte, o más bien por las intensas luchas feministas, el absurdo de cuestionarse si una es más madre o mujer va quedando detrás, y se entiende mejor que ser madres no nos quita la condición de mujer, de persona. Y sí, una descubre otro modo de ver la pared bonita haciendo las marcas de la niña que crece, y gasta a gusto en juguetes o plastilina lo que antes consumía en cafés; y en la playa, donde antes iba directo a lo azul, ahora goza armando castillos de arena, y disfruta las palabras nuevas que se inventa el hijo cuando las que sabe no alcanzan para decir, o arrastra el cochecito con orgullo por todo el bulevar… Pero a la vez siguen ahí los deseos de dormir y de distraerse, de hallarse bonita en el espejo o de terminar la maestría postergada, de comer o ducharse con calma, de volver a brillar en el trabajo o reírse a carcajadas en el aula, de salir de noche otra vez o de hacer el amor.
Por fortuna, o más bien por sororidad, sigue vivo el concepto de maternaje en tribu, y a veces llega una familiar o una amiga, como por casualidad, cuando la beba recién vacunada anda llorosa y la montaña de platos sucios no da más; o la “tía” de la guardería inventa una piyamada para obsequiar a los padres una salida nocturna. Y abundan grupos de mamás para intercambiar información científica, experiencias, recetas, consejos… donde se presume de los bebés o se abraza con palabras, emojis o stickers en los días más duros.
Por ventura, o más bien por deber y por amor, en muchas familias hay papás que comparten los desvelos por los medicamentos que faltan o los amores adolescentes, papás que posponen proyectos y priorizan el tiempo de juego y cariños, papás que exigen a la mamá cuidar también de ellas mismas y darse alguna escapada.
Pero lo que debería ser regla sigue pareciéndonos suerte, fortuna, ventura; pues lo de hallarse comprendida y apoyada aún no nos alcanza a todas. El mito y el esquema siguen envolviendo la figura materna y para las madres reales hay necesidades más grandes que cualquier atención un domingo de mayo. Merecemos, por ejemplo, un ¡Felicidades! que nos dé, además, la oportunidad de presumir y llorar por ese volcán de emociones, esa ruleta rusa, ese amor tan inmenso que no necesitamos disfrazar de fácil.