CAMAGÜEY.- Quienes se empeñan en transformar la realidad a partir de una obra admirable para el bien futuro, por lo general atraen tanto el respeto de sus iguales, como el de los detractores. Las hazañas y la vida de Ignacio Agramonte Loynaz lo señalaron como uno de esos adalides que, durante el espinoso camino de las luchas por la independencia, deslumbraron a los contendientes de ambos bandos.

Por el lado insurrecto, encontramos una opinión del periodista Manuel de la Cruz, en el artículo Ignacio Agramonte: orador, legislador y guerrero, a tenor de la gloriosa Asamblea de Guáimaro, acontecida el 10 de abril de 1869. “... pronunció, después de la ceremonia de la investidura, elocuentísimo discurso (…) que fue como el eco de todos los corazones (...) Su palabra, en efecto, nacía envuelta en aquel resplandor que parecía emanar del fondo de su alma, ungido en sus virtudes, encendido en la llama de su patriotismo”.

El también narrador y crítico literario, se ve asaltado por un lógico razonamiento: “No cabe dudar que si Agramonte hubiera permanecido en la Cámara esta no habría incurrido en las gravísimas responsabilidades que contrajo, pero entonces la Revolución hubiera acaso perdido su más insigne paladín”. La inteligencia, astucia y el éxito en el campo de batalla se aprecian en el criterio, generalizado, de uno de los más reconocidos oficiales del ejército ibérico, como lo fue Arsenio Martínez Campos.

Se ignoraba el número y movimientos del enemigo; se le creía mucho menos numeroso e importante de lo que era en realidad (…) Los insurrectos tenían innegables y preciosas cualidades militares (…) una vida de fatigas enormes, privaciones increíbles (…) han acreditado sobradamente su resistencia y sobriedad, su constancia y su valor”, dijo el protagonista del pronunciamiento de Sagunto y restaurador de la monarquía borbónica.

Quedan justas a El Mayor las opiniones del impulsor del Pacto del Zanjón cuando expresa que “… han demostrado una agilidad, un ánimo, una sangre fría (…), tales que, ayudados por sus conocimientos del monte, hacía de cada uno de ellos un jefe (…) como si de la sangre española hubieran heredado las cualidades intuitivas de los guerrilleros que tan pródigamente ha producido nuestra patria”.

Entre las tantas anécdotas legadas por el bravo mambí Ramón Roa, siempre hay espacio para la figura del Bayardo de Camagüey. Cuenta que en una ocasión, antes de entrar en combate, otro heroico, Manuel Pimentel, lo llamó “… mi hermano (...) acentuando su acostumbrado cariñoso vocativo”, y le confesó que presentía su propia muerte en la lucha próxima a iniciarse.

Tú sabes que mi antecesor, jefe de la escolta, valiente hasta la temeridad, fue J. de la Cruz, que con riesgo de la suya salvó una vez la vida a El Mayor, que estos doce hombres que él mandaba, y yo mando ahora, no tienen más Dios que El Mayor, (…) su forma de adorarlo es lanzarse entre el enemigo irreflexivamente, como una legión de diablos”, dijo Pimentel, a quien lamentablemente se le cumplió su profecía, pero dejó una confesión histórica de la alta estima de los hombres de Agramonte.

Aunque ciertos dirigentes españoles quedaron en el recuerdo por los continuos baños de sangre y el odio extremo, promovido contra independentistas e inocentes civiles, como hicieron el Conde de Valmaseda y Valeriano Weyler, se evidencia una excepción en el trabajo Ignacio Agramonte en la opinión del contrario. Memoria del Capitán General Cándido Pieltain, de los historiadores, Kezia Zabrina Henry Knight, José Fernando Crespo Baró y Amparo Fernández Galera.

Según los autores, “… se advierten conceptos y opiniones respetuosas y con bastante veracidad y objetividad en torno a El Mayor”. Sobre su parecer de la labor unificadora y el empuje victorioso de las huestes contrarias, manifestó: “… el incremento de la insurrección continuaría, levantándose más y más el espíritu separatista, en proporción de lo que decaería el de las tropas y habitantes leales a España; (...) Ignacio Agramonte, en el Centro, con su prestigio y fuerzas, era un peligro constante para las Villas y el departamento Occidental”.

Calificó al líder como “... el más importante Jefe de la insurrección en el departamento Central y acaso en toda la Isla, por su ilustración, por la influencia que ejercía en sus secuaces, por su valor, carácter y energía, pudiendo asegurar (...), que su falta es un golpe mortal para los enemigos de España”. Afirmó que su muerte aceleraría el proceso de pacificación en la isla.

De la entereza de su ejército y la habilidad para fortalecerlo sin importar de dónde fueran los soldados, Roa, de nuevo, saca debajo de la manga una de sus vivencias: “Agramonte confiaba (...) en las fuerzas villareñas que tenía a sus órdenes, bajo las inmediatas de jefe tan heroico como el brigadier José González Guerra (…) había logrado (…) que el villareño, algo así como peregrino displicente, olvidase las ofensas y el despojo de que fueron objeto sus coterráneos”.

Apunta que con su capacidad aglutinadora, sin dudas “... había logrado destruir de cuajo todo sentimiento de regionalismo, entre villareños y camagüeyanos, por lo que aquellos llegaron a sentirse como en casa en la tierra del Lugareño”, este oficial del Ejército Libertador, nacido en Las Villas, señala “… los camagüeyanos, a su vez, gustaban de alardear de esa hospitalidad que en pueblo tan viril fue característica, cuando el infortunio llenó de huéspedes su territorio (…)”. Define como “campeones de la libertad”, a todos los que se batieron en el territorio de Agramonte.

Cada valoración sobre Ignacio remite al rebelde con causa que desde niños los camagüeyanos aprendemos a venerar, a ese amasijo de ideales patrióticos y puros que a veces comparamos con la perfección, a ese hombre que vestimos de superhéroe cuando lo imaginamos, junto a su caballería, rescatando a Sanguily. Lo pensamos casi siempre en acción, duro, sincero, y escuchamos su galope incesante en el verbo de quienes sintieron su huella y nos deslumbran.