CAMAGÜEY.- Dicen que no se puede juzgar a nadie sin antes ponerse sus zapatos, y en el caso de Adolfo Silva esa frase tiene un peso especial: su gran lección de oficio fue siempre que el mejor libro de periodismo no es otro que la suela de los zapatos. Hoy, 26 de noviembre, ha muerto y este es el texto que nunca me hubiera gustado escribir.

Con 55 años de ejercicio reporteril, sigue impresionando pensar en la resistencia, la constancia y la curiosidad que sostuvieron esa ruta. Recuerdo que aquel día llegó a la casa evocando el instante en que entró, por primera vez, a una redacción. Era una redacción de radio, y un señor llamado Manuel Rodríguez Cruz le señaló una máquina de escribir para escucharlo teclear, como si en el golpe de las teclas pudiera adivinarse el destino de un periodista. Después vendrían Adelante, la agencia, las plazas, y esa creatividad suya capaz de burlar las más rígidas normas sin perder la exactitud.

Adolfo Silva Silva murió, y sin embargo sigo viéndolo de pie. Tal como lo vi la vez que subió aquellas escaleras de mármol sin pasamanos, con el miedo en los pies y la voluntad en los ojos. No era ya el periodista de agencia que dictaba frases como quien cincela el aire, sino un hombre golpeado por un infarto cerebral, un hombre al que la vida le había ido borrando la fluidez, la escritura, el pulso. Pero allí estaba: tembloroso, firme, obstinado en seguir siendo él.

Desde hace días llevo esa imagen pegada al pecho. Una imagen que hoy se superpone con otra: la de su mesa de comedor, el sitio donde escribía los cuentos de De lo que fue y pudo ser en Santa María del Puerto del Príncipe, ese libro que vivió tantos años como manuscrito, disperso, sobreviviente. Lo escribió entre pérdidas: más de 150 cuentos concebidos, 50 arrebatados por el robo de una computadora que lo dejó sin aliento y sin fuerzas para rehacerlos. Pero Silva nunca fue de rendirse. Lo dolió, sí, pero siguió escribiendo. Y uno puede imaginarlo ahí, en esa mesa heredada del abuelo, con la cachimba encendida y la imaginación desatada, rastreando personajes del siglo XVI como quien persigue luciérnagas en los portales de Camagüey.

Silva fue muchas cosas: periodista de precisión quirúrgica, fabulador de realismo mágico criollo, cazador de misterios, inventor de concursos que han hecho brillar a generaciones —el Nicolás Guillén de crónica, el Pablo de la Torriente Brau de reportaje—, maestro de periodistas sin pretender serlo, aunque es del claustro fundador de la carrera de Periodismo de la Universidad de Camagüey. Fue también el hombre que me dijo, cuando yo buscaba un tema para mi diploma, que mirara el periodismo de Nicolás Guillén; y tuvo razón.

Quizá por eso me dolió tanto aquel día en el aula. Los adolescentes reían, con esa risa inconsciente del que no sabe que está hiriendo. Reían ante un hombre que se esforzaba por pronunciar cada sílaba, ante unas manos que ya no podían escribir ni afeitarlo sin temblar. Yo respiré hondo, pedí un aplauso y dije su nombre como se dicen las cosas que no deben quebrarse. Fue un instante de aprendizaje para todos: para los muchachos, para mí, incluso para él. Cuando bajamos las escaleras, algo había cambiado en su mirada. Quizás un alivio. Quizás la certeza de que todavía había espacios donde lo reconocían entero.

Hoy pienso en ese brillo y lo mezclo con sus cuentos, con ese libro que casi nadie conoce completo pero que existe como él existió: contra viento, contra enfermedad, contra silencio. De lo que fue y pudo ser… no solo recrea una villa antigua donde lo real y lo fantástico se cortejan; también es la metáfora perfecta de su vida. Lo que pudo ser más. Lo que fue inmenso. Lo que aún puede ser en las manos de quienes lo leímos a retazos y soñamos verlo publicado como merece.

Durante la Feria del Libro de este año compartimos el manuscrito entre colegas. No era un libro terminado. Era un mapa de su imaginación, una prueba indiscutible de que Silva nunca dejó de ser curioso, nunca dejó de seguir pistas, nunca dejó de iluminar rincones del Camagüey profundo. Silva también caminó la frontera entre la realidad y la fábula con una soltura que parecía heredada de otra época.

Pienso también en el Premio Provincial de Periodismo Rolando Ramírez por la Obra de la Vida que recibió en 2021, y en la crónica que le dedicó a Ramírez llamándolo “el hombre que nunca se despeinaba”. Nunca imaginé que hoy tocaría decir que Silva fue el hombre que nunca dejó de escribir, incluso cuando la vida quiso arrebatarle la escritura.

Con Adolfo Silva me pasaba siempre lo mismo: no sabía decirle que no. Lo mismo me invitaba a presentar mis libros que a hablar de Pisto Manchego, aquella sección comercial que Guillén convirtió —con humor fino y una ironía aguda— en un espacio de desafío velado al poder. Silva estaba fascinado con esa rebeldía temprana del poeta, con ese modo de colar crítica social en un anuncio de jabón o en una nota sobre la actualidad extranjera, y yo iba porque él insistía, sí, pero también porque reconocía en su entusiasmo un espejo.

Formaba parte de una generación de periodistas y creadores llenos de aventuras, entre ellos el diseñador Roberto Funes Funes, quien escribió Confesión sacramental del diablo (Ed. Ácana, 2022), una novela situada en el Puerto Príncipe del siglo XVIII donde convirtió en personajes a varios de sus colegas. Allí aparece el pirata Jácome Adolfo Da Silva y Da Silva, de “mostacho pelicastaño de cerdas duras como un cepillo”, una caricatura entrañable de Adolfo Silva que revela cuánto disfrutaba él mismo viajar al pasado, moverse con soltura por esos siglos, buscar en la historia remota las claves del presente. Y quizá por eso sus obsesiones con Guillén, con la imaginación, con los misterios de Camagüey, tenían un mismo pulso: la certeza de que en cualquier resquicio —una peña improvisada, una página olvidada, una conversación al vuelo— podía ejercer, como Interino y como el pirata ficticio que lo caricaturizó su amigo, esa libertad sutil y luminosa de desafiar al poder.

Más allá de su admirable oficio como reportero de agencia —capaz de convertir un detalle del patrimonio en noticia, como si la ciudad le hablara al oído—, Silva fue también un cómplice generoso de la Asociación Hermanos Saíz, para la que escribió con particular devoción semblanzas de jóvenes artistas y escritores, esas piezas donde no solo describía, sino que alentaba, empujaba, legitimaba.

En Adelante dejó igualmente páginas memorables, como aquella donde narra, con el entusiasmo intacto de sus 16 años, cómo se quedó dormido en una cueva durante sus primeras aventuras como espeleólogo y aprendiz de arqueólogo en los parajes de la Sierra Maestra. Le gustaba contar esa historia porque encerraba algo esencial en él: la naturalidad con que se adentraba en lo desconocido, la mezcla de temeridad y curiosidad que lo acompañó toda la vida, y esa fe casi infantil —y muy seria— en que siempre había algo más por descubrir bajo la piedra, en el archivo, en la memoria, o en cualquier sombra del Camagüey profundo.

Silva nos deja un eco íntimo: el de un periodista enorme que vivió de la palabra hasta cuando la palabra le falló.

Yo agradecí —y agradezco— sus lecciones contra los párrafos ampulosos, los textos somnolientos y las líneas sin corazón. Brindé entonces por su salud y su amistad; hoy brindo por su vida entera, por lo que caminó y por lo que nos enseñó sin decirlo: no dar la espalda, quedarnos, hablar, respetar.

Y quizá, solo quizá, eso sea suficiente para seguir escribiéndolo.