CAMAGÜEY.- En diciembre, el viento trae memorias. Mis abuelos rondan mis pensamientos, invocados por pequeños detalles: una receta, una palabra, una vianda. Esta vez no ha sido distinto. Mi padre, vencido por la tentación en el mercado, llegó a casa con un ñame. No era cualquier ñame, sino un seboruco de trece libras, que le costó más de 500 pesos. Un lujo terrenal en tiempos apretados, pero, ¿cómo negarme al placer de saborearlo? Es mi vianda preferida.

Entre trozos de ñame humeante, plátanos maduros fritos y yuquita con mojo, siempre elijo el ñame. No solo por su textura cremosa y sabor inconfundible, sino porque cada mordisco me transporta a los campos de mi abuelo paterno. En aquella casita de tablas de palma y techo de guano, junto a un jardín sencillo, mi abuelo Mipa cultivaba ñames. Preparaba la tierra y apilaba hojas en un montón donde enterraba la semilla. Los bejucos trepaban obedientes por la cerca, enredándose con la paciencia de quien sabe que el tiempo premia al que espera.

Había ñames para escoger: el ñame Cuba, de bejucos espinosos; el volador, que crecía ligero y travieso; el ñame papa, con su carne más firme. Cada tipo tenía su temporada, pero todos compartían la misma virtud: durar el año entero.

“Se siembra en marzo y se cosecha en diciembre”, dice mi padre, marcando el calendario del campo como quien sigue un rito sagrado. En los ranchos de varentierra o de barbacoa, bien alejados de la humedad, podían guardarse meses sin perder su esencia. Otras viandas —el plátano, la malanga, la calabaza— sucumbían más rápido al tiempo, pero el ñame resistía, como si la tierra le hubiera regalado un pedazo de su eternidad.

Además, los buñuelos, como los buenos recuerdos, tienen su origen en lo auténtico. Los verdaderos, como insiste Papi, se hacían con ñame, amasados con paciencia hasta convertirlos en esas figuras de ocho que luego freían con olor a fiesta y se bañaban en almíbar de azúcar prieta. Es cierto que con el tiempo se incorporó la yuca, pero aquellos “buñuelos originales”, nacidos de la raíz humilde, eran un regalo de la tierra convertido en postre celestial. Y, como el ñame, siguen siendo mis preferidos.

Con Papi he vuelto a hablar de esas épocas en que estaba “a pululu”, a la orilla de los arroyos, creciendo con generosidad en cada pedazo de tierra. Me ha contado que donde Mipa sacaba un ñame, ahí mismo echaba la semilla, y el ciclo continuaba. Algunas veces, cuando se secaba la guía, se perdía su rastro, y había que esperar a que retoñara para dar con su escondite bajo la tierra. Era como buscar un tesoro, y cada ñame desenterrado traía consigo la satisfacción de haberle ganado una pequeña batalla al misterio del suelo.

Hoy, el ñame no es solo una raíz. Es un espejo de historias familiares, de memorias rurales y de cultura popular. Es curioso cómo algo tan esencial puede convertirse en metáfora. Frases como “sacar el ñame por el bejuco” se usan para descubrir verdades ocultas, mientras que “ñame con corbata” se reserva para describir a los torpes ostentosos, esos que intentan brillar sin darse cuenta de que sus acciones revelan su ignorancia.

Sin embargo, aquí en mi mesa, el ñame no necesita corbata ni adjetivos. Basta con verlo hervir en el caldero, ver cómo la piel se arruga para dejar asomar su interior suave, y recordar que, en su sencillez, guarda el poder de invocar risas, anécdotas y hasta la voz de los abuelos.

Es diciembre, y el ñame está servido. Afuera, el viento sopla. Adentro, las memorias florecen.