En diciembre, el viento trae memorias. Mis abuelos rondan mis pensamientos, invocados por pequeños detalles: una receta, una palabra, una vianda. Esta vez no ha sido distinto. Mi padre, vencido por la tentación en el mercado, llegó a casa con un ñame. No era cualquier ñame, sino un seboruco de trece libras, que le costó más de 500 pesos. Un lujo terrenal en tiempos apretados, pero, ¿cómo negarme al placer de saborearlo? Es mi vianda preferida.