CAMAGÜEY.- Cuando rompió el alba, el 11 de octubre de 1868, la población camagüeyana despertó bajo el ir y venir de las tropas colonialistas españolas. Las iglesias y plazas eran tomadas como puntos estratégicos para reducir cualquier insurrección semejante a la ocurrida en Bayamo, un día antes. Se vivía un estado de excepción, dictado por el teniente gobernador, Julián de Mena ¿evitaría otro alzamiento? Pues el cuatro de noviembre, una partida de audaces jinetes se dirigían a Las Clavellinas para responder al oficial español.
Alrededor de las siete de la mañana, unos 76 montaraces, acordaron darse cita a unos 13 kilómetros al norte de la entonces Villa de Santa María del Puerto del Príncipe, en el paso del río Saramaguacán conocido como Las Clavellinas. Allí los conspiradores se dirigieron al ingenio El Cercado, con el propósito de oficializar la entrada en la que pasaría a la historia como la Guerra de los Diez Años.
El fracaso de la Junta de Información, en abril de 1867, patentizó que la independencia era necesaria. España no realizaría concesiones ni reformas para cambiar la situación de la Isla. Por eso, la maquinaria libertaria comenzó a moverse por el comité de Bayamo, las conspiraciones en las logias masónicas, como la del Gran Oriente cubano y la Tínima, y las voluntades de los patriotas, conformadas sobre todo por hacendados, profesionales y otras personalidades.
AL GALOPE, POR LA PATRIA
En un artículo dedicado al acontecimiento, la historiadora, Elda Cento Gómez, refiere que después del alzamiento de San Francisco de Jucaral, encabezado por Joaquín de Agüero y Agüero.
“(…) los camagüeyanos habían vuelto a dar pasos concretos en la organización de una conspiración contra el poder colonial desde 1866”.
Explica la especialista cómo los revolucionarios de este territorio creían que no se debía iniciar la lucha hasta que no existieran recursos y voluntades que la respaldaran. Aunque el sentimiento libertario era común, no había una acción unitaria que concretara esos deseos.
Cisneros, tras recibir un telegrama en La Habana de José Ramón Betancourt, que le hablaba del traslado de 1 500 rifes peabody para destruir la insurrección comenzada por Carlos Manuel de Céspedes, entendió que era imposible esperar a que mejoraran las condiciones materiales y humanas. Dio la orden de tomar esas armas para apoyar la gesta, y secundarla desde Las Clavellinas.
Según narra Rolando Rodríguez en su libro, Cuba la forja de una nación I, las huestes colonialistas se encontraban alertas y temerosas con el levantamiento en la región de Puerto Príncipe.