CAMAGÜEY.- Quizá algunos atribuyan a la mala suerte los sucesos acaecidos en la emboscada de Pino Tres, el 27 de septiembre de 1958, a menos de cinco meses del Triunfo la Revolución. Sin embargo, en ese enclave de Santa Cruz del Sur, la tiranía de Batista evidenció que, aún herida, mantenía la bandera del crimen sobre su mástil: aprovecharon la “guardia baja” de los revolucionarios y perpetraron el drama sobre aquellos jóvenes, que todavía muertos, se convertirían en libertadores.

El acontecimiento tuvo su raíz un día antes, el 26. Los muchachos de la Columna 11 Cándido González, del Ejército Rebelde, sorprendieron a una caravana compuesta por cuatro vehículos de las fuerzas leales al gobierno de turno con una mina en la carretera de Santa Cruz, en las cercanías del Central Francisco. Causaron siete bajas al enemigo -tres muertos y cuatro heridos- que respondió con su armamento superior. Los agredidos no quedaron de brazos cruzados. Planificarían la venganza.

Después de la celada, a las tropas batistianas les resultó más fácil localizar a los rebeldes, quienes habían bajado de la Sierra Maestra, el ocho de septiembre, con la orden del Comandante en Jefe, Fidel Castro Ruz, de levantar un frente guerrillero en la zona. Las memorias de los integrantes de aquel grupo de valientes, dirigidos por el capitán Jaime Vega, retratan al líder de la Revolución aconsejando sobre las dificultades de la marcha y de tomar las precauciones para no arriesgar a los compañeros.

Las advertencias también llegaron el día 25, en el campamento San Miguel del Junco, donde se encontraron con Héctor Magadán, Rodolfo Bello, Rolando Ruiz, y otros combatientes del M-26-7. Señalaron que Pino Tres era un lugar para andar con los ojos bien abiertos porque era enorme la cantidad de “casquitos” en el territorio. Hacía unos 15 días el Che y Camilo lo habían atravesado, durante la Invasión a Occidente, y sabían lo que significaba luchar con el estómago pegado al espinazo, y el no pegar un ojo, en las noches, por el hostigamiento del adversario.

Había que agilizar el paso para llegar al objetivo: el norte de Ciego de Ávila y Camagüey. Allí debían asentarse y continuar sus acciones. Jaime Vega, orientó que tenían que moverse de inmediato, en la noche, para anticiparse a cualquier estrategia de las huestes enemigas. El traslado se realizaría en cuatro camiones ocupados en Pino Cuatro. La fatal decisión incumplía con uno de los mandatos de Fidel: no trasladarse en vehículos, para evitar ser detectados.

La madrugada del 27 de septiembre los vehículos transitaban el terraplén que conducía hacia Pino Tres. Todo parecía en calma. La profunda tranquilidad cambió de matices cuando el carro de la alta comandancia iluminó el sendero para guiar a los conductores. La paz reinante, se quebró por completo al escucharse la terrible señal: “Candela al jarro”. Al instante, una lluvia de ráfagas de los fusiles de asalto, M-16, cubrieron a la caravana, y el disparo de una bazuca impactó en el más adelantado de los vehículos.

En medio de la confusión, los rebeldes se dispersaron, trataron de evadir aquella balacera como pudieron, se enfrentaron a una muerte segura para que sus compañeros escaparan… los cazaron como bestias. Los 11 heridos que se hallaban en el lugar de la celada, fueron transportados hasta el hospital de Macareño ¿Sería ese un indicio de que los esbirros podrían controlar su sed de sangre? Pues no: en consonancia con su naturaleza, los trasladaron al sitio llamado La Caobita, y allí los asesinaron.

Tres días tomaron los sobrevivientes en reagruparse, en las cercanías de Laguna Grande. Y aunque esta tragedia, que recordamos en su aniversario 65, los marcó para toda la vida, por el dolor, empuñaron de nuevo el fusil como un compromiso con sus hermanos caídos, de terminar el trabajo de liberar a la Patria de Martí, sin suerte ni casualidades, y de llevarlos, en el alma, hasta el Triunfo de la Revolución Cubana.