CAMAGÜEY.- Una emboscada es el tipo de sorpresa que ninguna persona desea recibir en su vida. Si hablamos en un contexto militar, menos. Imaginemos ahora el desdichado momento que atravesaron los miembros de la Columna 11 Cándido González, cuando el ejército batistiano los cercó y disparó, a bocajarro, durante los tristes acontecimientos de Pino Tres.

De la Sierra Maestra, allá donde se escuchaban las enseñanzas del Comandante en Jefe, Fidel Castro Ruz, partió la tropa el 8 de septiembre de 1958. Debían bajar a Camagüey para constituir un frente que recogiera a todos los guerrilleros de la región. Iba al frente de los rebeldes el capitán Jaime Vega.

Antes de ponerse en marcha Fidel les dio ánimo, aconsejó de los peligros de la marcha y habló sobre la necesidad de extremar las medidas de precaución para no poner en riesgo la vida de los compañeros.

Ya el Che y Camilo habían atravesado el territorio, hacía alrededor de 15 días, en el transcurso de la invasión a Occidente. Ambos dejaron plasmadas las peripecias que trajo consigo la marcha por esta vasta llanura. Los dos fueron hostigados por el hambre, un enemigo alerta y al acecho constante, las inclemencias del tiempo. Y los hombres de la columna Cándido González también sufrieron estas adversidades pero, como sus antecesores, el estímulo de pelear por la independencia no les permitía flaquezas físicas, ni mentales.

El día 25 establecen un campamento en San Miguel del Junco, y allí intercambian con un grupo de integrantes del M-26-7 (Movimiento 26 de Julio) representado por Héctor Magadán, Rodolfo Bello, Rolando Ruiz, entre otros. Ellos alertan a Jaime Vega de la cantidad de soldados de la tiranía que plagaban la región. Enfatizan que Pino Tres no era un sitio para andar con despreocupación, sino con los ojos bien abiertos.

Para la siguiente fecha ejecutaron una celada contra el ejército batistiano, en las cercanías del central Francisco. Allí le causaron siete bajas a los “casquitos” -tres muertos y cuatro heridos- que tras reponerse del aturdimiento inicial, utilizaron su armamento superior para responder a los revolucionarios.

Los atacantes regresaron a la base provisional tras la contraofensiva. El encuentro tuvo un sabor a victoria para los combatientes, pero también un matiz pírrico: las fuerzas del tirano ubicaron en el mapa a la guerrilla rebelde, para devolverle el golpe.

La Columna Cándido González debía avanzar por la carretera de Santa Cruz y, más adelante, enrumbarse hacia el norte de Ciego de Ávila y Camagüey. Ese era el destino asignado para asentarse y continuar sus acciones. Pero había que moverse rápido porque las huestes enemigas les seguirían el rastro.

Así lo supuso Jaime Vega y de inmediato dio la orden de salir en la noche, para anticiparse a cualquier estrategia. El traslado se realizaría en cuatro camiones ocupados en Pino Cuatro. Con esa decisión fue desobedecido uno de los mandatos más importantes de Fidel: el de no mover a los hombres en vehículos, para no ser detectados.

Viajaban en los vagones hombres de familia, padres, hijos, esposos. Gente que peleaban, no por vocación, sino porque deseaban una infancia feliz para las futuras generaciones. Se encontraban rostros como los de Ramón Domínguez de la Peña, Plácido Soto Hernández, Gelacio Gutiérrez García y Luis Enríquez Portales Milanés, quien tuvo que picar piedras en su niñez, junto a su madre y hermanas, para reunir un peso al día.

Esa madrugada del 27 de septiembre se sentía más fría que cualquiera. El silencio del camino solo lo rompían el canto de los insectos y el sube y baja de los camiones, que iban por el terraplén que conducía a Pino Tres. Al llegar la máquina que traía a la alta comandancia iluminó el sendero para guiar a los conductores. Según algunos testimonios, en ese momento se escuchó un grito: “Candela al jarro”. Y de repente una ráfaga de M-16 comenzó a tirotear la caravana, secundado por un disparo de bazuca que impactó en el más adelantado de los vehículos.

Los rebeldes trataron de evadir la encerrona como pudieron. Unos, escaparon. Otros enfrentaron hasta morir a los batistianos para que sus amigos huyeran.

Los que permanecieron tendidos, aún con vida, fueron llevados hasta el hospital de Macareño, como si se tratara de un gesto de buena voluntad. Tras el protocolo los esbirros condujeron a los 11 heridos hasta el lugar conocido como La Caobita y, para no restarle coherencia a su maldad, allí los asesinaron.

Quienes sobrevivieron, se reunieron en las proximidades de Laguna Grande. Lamentaron las pérdidas de compañeros insustituibles. Pero no se escondieron para compadecerse de la mala suerte que corrieron. No. La mejor manera de hacerlos mártires verdaderos era continuar la lucha por los motivos que los habían traído a todos al Ejército Rebelde. Por esa idea que en tantos momentos se tornó una quimera, pero que se consiguió al labrar el camino hacia el triunfo de la Revolución Cubana.