CAMAGÜEY.- De niña me encantaba escuchar las anécdotas sobre sus días en Angola. La inocencia me impedía ver el dolor detrás de cada evocación. Yo lo sabía desde entonces héroe, aunque no entendiera la dimensión exacta de esas cinco letras. Mi abuelo, que para los vecinos es solo Herrera, es uno de los 300 000 cubanos valerosos que en 1975 emprendieron un largo viaje para librar al pueblo angolano de la crueldad del apartheid y la invasión sudafricana.
En estos días las imágenes de la guerra regresan a su mente con más fuerza, aunque siempre están allí, subyacentes.
“Yo era de la reserva de las FAR, del batallón de Gaspar. Me presenté cuando hicieron el llamado por la Unidad Militar. Tenía ya 32 años y había participado en las Milicias Nacionales y en la Lucha Contra Bandidos. Aún así nunca imaginé participar en una guerra fuera de mi país.”
El proceso de entrenamiento fue muy rápido. Solo 20 días después embarcó hacia la contienda bélica. De aquellos días interminables recuerda:
“A mi batallón lo enviaron al sur, al mismo epicentro de los combates. La vida era muy dura, no podíamos salir de los campamentos por seguridad. Algunos angolanos, aliados a los sudafricanos, invitaban a los combatientes a las aldeas para asesinarlos. Además, contrario a lo que se cree, en ese país hace mucho frío de noche y nuestro cuerpo no estaba acostumbrado a eso. Para poder calentarnos en una ocasión hicimos una casita de zinc y le prendimos fuego en el techo.
“La alimentación era muy difícil también. Pasaban semanas para la llegada de alimentos y teníamos que comer lo que encontrábamos: jutías, puerco espín y en una ocasión le disparamos a un elefante porque no había más nada para alimentarnos”.
Foto: Cortesía del entrevistado
LA VIDA EN COMBATE
"Tenía que estar atento todo el tiempo. Cada sentido en alerta para no ser asesinado, disparar contra el enemigo en el momento oportuno y cuidar nuestro equipaje. Ese lo defendíamos a toda costa, no por los suministros, sino por las fotos y las cartas de la familia, eran nuestra fortaleza para seguir adelante”.
Según rememora, la muerte siempre estaba al acecho y les era agotador lidiar con esa realidad cada minuto. “Una vez en combate hirieron a un amigo del barrio, el disparo le destrozó el pie. Todo fue a mi lado y la imagen está en mi mente todavía hoy. Era horrible. En muchas ocasiones tuve la misión junto a otros compañeros de transportar los cuerpos hacia el lugar del sepelio. Allí le hacíamos una guardia de honor y un entierro improvisado hasta que se pudieran transportar los restos hacia la Patria. Ni el último día pudimos estar tranquilos. Cuando supimos que regresábamos armamos una fiestecita y los combatientes que tenían la orden de buscar suministros cayeron en una emboscada y uno falleció”.
VOLVER ERA EL MAYOR MÉRITO
“Todos queríamos regresar, ese era el mayor mérito, pero no todos pudieron. Volví en diciembre de 1976. Toda mi familia estaba muy feliz. Me esperaban mi esposa y mi primera hija, que ni siquiera me conocía porque era muy pequeña cuando partí. Con el tiempo adopté mi ritmo normal de vida, lamentablemente todos no tuvieron la misma suerte”.
Bertho Herrera Fundora, mi abuelo, es uno de los tantos héroes que en el más absoluto anonimato sostienen una de las esencias más puras de este país, el internacionalismo.