Fotos: Leandro Pérez Pérez/AdelanteFotos: Leandro Pérez Pérez/AdelanteCAMAGÜEY.- El lema cabecera de Julio Andrés Gutiérrez O’Farril fue siempre el de hacerlo todo a la perfección. Por eso cuando mira al pasado, a la par de la nostalgia, siente el impulso de reparar todo aquello que desafortunadamente no ocurrió como quería. Pero de fracasos no se compone la historia de este camagüeyano nacido en Villa Clara, que asegura no haberle temido a la presión de un púbico enardecido o a las complicadas vueltas de la vida.

“Como lanzador la curva era mi arma principal”, dice Julio, y de inmediato esboza la sonrisa de quienes se acuerdan de sus picardías. La recta me ‘caminaba’ bastante pero, con las parábolas que trazaban mis envíos dominé a muchos bateadores. En un partido en Morón repartí cuatro ponches para Eloy González, que era Champion bate con AVE 375 -, y al Moro, Champion jonronero con siete.

Por sus venas siempre fluyó la sangre de lanzador gracias al ejemplo del padre y el del tío. El último, Florentino Cairo, conocido como “tumbacocos”, resultó una inspiración para él. “Conrado Marrero lo fue a buscar dos veces para convidarlo a jugar. Lo tuve como referente en todo momento. Motivado por su talento entrené fuerte y logré propinar, en un encuentro, hasta 22 ponches y en otro 19. Sin embargo, no llegué al no hit- no run”, comenta Gutiérrez y recuerda, con un tono tragicómico, los batazos solitarios que le arruinaron ese mérito.

Los claroscuros de las actitudes ante el deporte son otros de los temas recurrentes en su diálogo. “Si no hay un entendimiento entre el binomio pitcher-receptor, será más difícil ganar un juego. Yo conocí a un excelente receptor llamado Cosme Pérez que me confió: “oye, si no detengo la bola con la mascota, lo hago con el pecho”. Sus palabras eran pasión verdadera.

Por otro lado, ese entusiasmo lo perjudican las decisiones erróneas: recuerdo el empecinamiento de uno de los manager que tuve, con que tirara una curva a un bateador de Industriales. El estadio Latinoamericano estaba repleto. Yo sabía que él esperaba ese envío, pero desde me habían dado la orden y tuve irremediablemente que acatarla. Di un paseo por el montículo y acaricié el saco de la perrubia. Busqué concentración. El marcador: 1-1. Inicié mis movimientos y la pelota se apartó de mis dedos. Tomó su curso. Vi cómo el bate de mi rival dibujaba un swing golfeado. Y después de hacer contacto, mandó a la ‘redonda’ fuera de la instalación”.

Pero los descalabros fortalecieron a Julio. Nada de pesimismos. Siempre con la frente alta listo para su próximo reto. “Yo he sido soldador toda mi vida, y logré combinar ese oficio con el de pelotero. Tenía mucho trabajo, aún así me las arreglaba para prepararme para las series. Casi nunca podía entrenar con mis compañeros de equipo, así que corría todos los días en una guardarraya de caña donde la hierba estaba altísima —indica casi un metro con la mano—, de 30 a 35 minutos. Por esas fechas ya me había alistado con la novena de Villa Clara para enfrentar mi próxima campaña.

“Una buena condición física me garantizaba una temporada exitosa. Esa fue la razón por la que un cazador de talentos quiso hacer un contrato conmigo para mostrarme luego en una exhibición, a celebrarse en Sao Paulo, Brasil, a los ojeadores de las Grandes Ligas. No obstante, si salía del país, no sabría cuándo regresaría, por lo que me negué a esa oportunidad. Y no me arrepiento, porque viví los últimos años junto a mi madre, que murió poco después”.

En su universo beisbolero resuena su admiración por Braudilio Vinent, Juan Pérez Pérez, Juan Castro, Ariel Pestano y otro inmenso que posibilitó el desarrollo de nuestro deporte nacional: Fidel Castro Ruz.

“Yo jugaba mi primera serie con Orientales en el Latinoamericano, en el año 1963, y él estaba allí. En aquel momento necesitábamos uniformes nuevos y Eduman Cuevas, se lo planteó al Comandante en Jefe. Con una actitud jovial, él llamó a José Llanusa, responsable de la actividad deportiva en Cuba, por aquel entonces, y le dijo “hice apuesta con los muchachos que si yo te dominaba en un turno al bate, les regalaría los trajes al equipo. En un corto plazo, la escuadra presentaba ya una imagen diferente, renovada, gracias al apoyo de nuestro líder”.

Gutiérrez O’Farril integró la misión internacionalista de apoyo militar a Angola, desde 1979 al 1981. Allí desempeñó el oficio de soldador y una vez ayudó al traslado de uno de sus compañeros con problemas de salud, hasta un puesto médico, bajo el peligro de las frecuentes emboscadas de las tropas enemigas.

“Por esos días extrañé mucho la pelota, pero nos era imposible jugar con la altura del nivel del mar de esas ciudades. En Luanda intenté lanzar en un juego que organizamos y apenas mis lanzamientos avanzaban”, expresa mientras ríe, y con su mano izquierda ejecuta un pesado wind up, y la libera, en cámara lenta, la bola invisible que aprisionaba hasta el momento entre las falanges.

A sus 82 años cumplidos “un día antes que el Comandante”, como él aclara, ha jugado en seis Series Nacionales y vestido la casa de los equipos de Orientales, Granjeros, Camagüey y Villa Clara. El serpentinero que tuvo un día números como el 19, 20 y 21 en su dorsal, en la actualidad solo escucha la pelota por la radio. Tanta añoranza contenida apenas le permite volver a ver, en vivo, el terreno. Cada vez que inicia la narración del encuentro, este hombre humilde, conversador, de tez negra, poco más de 1.80 cm, reaparece en la loma de los suspiros y tira a home su pronunciada curva, como para ponchar cualquier vestigio de la desmemoria.