SANTA CRUZ DEL SUR, CAMAGÜEY.- Cuenta la gente de mar que cuando están en tierra firme, casi pueden sentir las olas bajo sus pies. Es la necesidad de volver al agua, la “sirena” que los encanta. Aun los más ancianos, los que creyeron despedirse de ese universo de sal, suelen quedarse cerca, a su orilla, mirando desde allí el horizonte azul y añorando la época en que se perdían en él.

Tal suerte la conocen los pescadores de Santa Cruz del Sur. Leodán Tamayo Murien es uno de los tantos que dedica la vida a cabalgar entre olas para buscar sustento.

Comenzó al terminar sus estudios de secundaria, cuando tomó un curso que lo posicionó entre las filas de pescadores de la empresa Episur. Inició como “cazador” de langostas, y después se dedicó a la captura del pepino de mar. Fue buzo por 15 años. Quince años en  las profundidades del océano.

¡Tiene tanto que contar! En una ocasión, el barco fue secuestrado para una salida ilegal del país.

“Trabajábamos en alta mar, y de pronto íbamos en marcha a Islas Caimán, algo muy confuso. Nos amenazaron, no tuvimos otro remedio, porque el patrón estaba con ellos. Incluso la embarcación se rompió, haciendo más tortuosa la espera. Estuvimos durante horas a la deriva, hasta que uno de los tripulantes consiguió arrancar de nuevo la nave”.

En Islas Caimán permaneció retenido con otros tres tripulantes por 25 días que les parecieron interminables, alejados de su gente y de su tierra. Leodán resume aquellas penas en una frase: “no se lo deseo a nadie.

“Temíamos que nos creyeran parte de aquello. Estábamos incomunicados. Uno de los compañeros se lastimó un pie, y solo a los  15 días de nuestra llegada lo llevaron al hospital. Allí conoció a una doctora cubana; ella llamó a Cuba. Diez días después nos devolvieron a casa”. Leodán confiesa que el susto de aquel entonces no fue nada comparado con la alegría de regresar a su tierra.

Ni aquellas fechas amargas lo separaron de su “hábitat” azul. Hoy navega con el mismo entusiasmo de los primeros años. Y si el oleaje interrumpe la quietud de la travesía, él piensa en las sonrisas, las palabras dulces, los abrazos que le llaman desde tierra, y saca las fuerzas para luchar hasta contra el clima.

“Varias veces he visto cerquita la muerte. Cuando el mar se enfurece no entiende. Entonces en ese momento pienso en mi gente, en los que amo; siento miedo, pero el deseo de volver me hace sobrepasarlo. Así pasa con todos. Nos concentramos en lo que tenemos que hacer, en lo que mejor hacemos. Juntos salimos ilesos del mal rato”.

Pasa diez días en el océano y cinco en tierra, que aprovecha al máximo para disfrutar de ese otro entorno, de sus dos hijas. Pero busca un chance para recorrer junto a sus compañeros cada centímetro del navío y preparar la siguiente travesía.

Su familia aún no se acostumbra a las partidas; él, sin embargo, sabe encontrar al regreso  el premio más grande. La mayor parte de los días, Leodán siente moverse el mundo que habita; el resto del tiempo, una caricia fantasma le hace cosquillas en los pies. Con sus idas y regresos, entre olas, es un hombre feliz.