Llegué con la expectativa de la maravilla que tantas veces se cultiva en torno a un ícono. La Sagrada Familia recibe con su contraste, aunque la belleza lucha por sostenerse. Hay una fisura entre lo que fue tallado con paciencia y lo que ahora se levanta con urgencia de proyecto. Las partes nuevas de cemento pulido y gris reciente se sienten ajenas a la piedra trabajada donde el tiempo se ha posado como un velo. Los colorines en lo alto parecen intentar equilibrar la frialdad moderna. Se habla de la culminación como de una promesa interminable. Quizá por eso mi mirada buscaba algo definitivo, algo que se impusiera de inmediato. La obra sigue siendo impresionante, pero no es la misma magia que imaginaba.

La rodeé desde todos los ángulos, me limité a seguir sus torres como si fueran faros. Se mantiene como un hito: un templo inacabado que es a la vez destino turístico y fuente de vida para cientos que venden recuerdos, camisetas, hasta ropa deportiva bajo el nombre sagrado. Personas haciendo selfis, algunas en familias completas, de orígenes variopintos. Cada rostro parecía un pequeño universo: momentos compartidos, risas y el intento de atrapar lo que el monumento ofrece.

A mi espalda, un joven con guitarra y bocinita ponía la banda sonora del instante. Y justo cuando estaba allí, pensando que no sé si volveré, comenzó a cantar Hasta la raíz, de Natalia Lafourcade. Después, como si la memoria quisiera tender un puente, entonó un bolero mexicano que con Cuba también sentimos nuestro: Sabor a mí. Su voz conectaba mundos: la Barcelona que habla catalán y la nostalgia que habla al corazón.

La culminación ha sido tema de expectación: se espera que la gran torre de Jesucristo —que ya supera los 155,5 metros— alcance sus 172,5 metros a finales de 2025, y marque la silueta más alta de Barcelona mientras se mantiene bajo la sombra simbólica de Montjuïc. El clímax de este capítulo apunta al 2026, coincidiendo con el centenario de la muerte de Gaudí, cuando también debería inaugurarse el acceso principal: la magnífica fachada de la Gloria, emblema de triunfo y ascensión.

En la fachada de la Pasión, sobre las columnas que flanquean la entrada, se encuentran inscripciones que evocan la liturgia celestial: Alabanza,Gloria, Sabiduría, Acción de Gracias, Honor, Poder y Fuerza. Estas palabras, tomadas del Apocalipsis, se tallan en piedra con una caligrafía que parece resonar con la solemnidad del lugar. Cada término se convierte en un eco de lo divino, un recordatorio de la espiritualidad que impregna cada rincón del templo.

 El proceso ha sido largo. La construcción arrancó en 1882 bajo Francisco de Paula del Villar, pero fue Gaudí, desde 1883, quien transformó el proyecto al punto de hacerlo casi un símbolo viviente del modernismo. Murió cuando menos de un cuarto estaba terminada; la guerra civil destruyó su taller y planos, obligando a sus sucesores a reconstruir el plan sobre restos, fotografías y modelos salvados. Con tecnología avanzada hoy se ha acelerado el ritmo, pero aún quedan elementos clave por concluir (escaleras, ornamentación detallada), incluso hasta 2034.

Existen controversias y leyendas urbanas que envuelven su historia. Algunos críticos cuestionan si continuar un proyecto tan singular sin su autor es traición estética, mientras que defensores hablan de una «obra de generaciones» que Gaudí mismo dejó prevista. Hay quien apunta a un uso político o comercial desmedido del templo, o a conflictos sobre expropiaciones por el gran acceso proyectado en la fachada de la Gloria: casi mil familias podrían verse afectadas. Todo ello hace del templo un símbolo moderno de conflicto, fe y construcción colectiva.

 Dicen que lo sagrado se construye despacio, y que a veces lo que nos decepciona también nos enseña a mirar más de cerca. Sagrada Familia no es solo religión; es símbolo, memoria, historia. Pensé en lo que se vuelve sagrado sin ser religioso: la memoria de quienes somos, los instantes que guardamos, los vínculos que resisten.

El nombre resuena más allá de la fe. En gaudiniana devoción, representa no solo a José, María y Jesús, sino una arquitectura de alabanza donde cada piedra es una estrofa y cada fachada, una narrativa espiritual. Sin embargo, vi a mi sagrada familia en miniatura, mi familia cubana de Camagüey, marcada por la emigración, la distancia entre generaciones, las fracturas impuestas por lo político y lo físico. En esa contradicción está lo que ocurre cuando lo íntimo se proyecta en algo mayor: una memoria colectiva, construida en capas, a veces discordante, pero siempre viva. Lo sagrado no es lo religioso, sino lo que resiste: el instante apresado en la memoria, la pequeñez de los recuerdos, los nuevos comienzos, el abrazo que viaja en canción, la familia que late en la distancia.

 Mientras me alejaba, no podía dejar de soñar con el día en que pueda cruzar esas puertas y descubrir el interior. La lista de espera parece eterna, y mi modesto bolsillo no lo permite, pero ese deseo de entrar, de conocer lo que permanece oculto para completar así la experiencia de la Sagrada Familia, se convierte en parte de la memoria que ya he comenzado a construir.