CAMAGÜEY.- El salón estaba lleno, pero había un silencio que no terminaba de asentarse. A esa hora de la tarde del 24 de noviembre, la sede de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba en Camagüey parecía más estrecha que nunca, como si el aire hubiera aprendido a caminar de puntillas para caber en un espacio que no nació para despedir a un creador cuya vida buscó siempre escenarios más amplios. Él perteneció a esa casa, sí, pero su obra —y el vuelo de su sensibilidad— pedían un ámbito mayor, el de los sitios donde su nombre se volvió rito y hogar.
Al centro, la urna pálida reposaba sobre una mesa vestida de blanco. Las flores, con sus aves del paraíso en tensión luminosa, crisantemos, lirios, arreglos hermosos, intentaban despertar un estallido de color que resistiera la tristeza. Me detuve en la imagen que presidía el homenaje: un rostro tranquilo, la mano sosteniendo la mejilla, una mirada que parecía todavía en escena. Era el gesto de alguien que contempla, no de alguien que se va.
Y entonces las vi: las zapatillas de punta. Rosadas, ceremoniosas, colocadas como un signo que, en otra persona, habría sido exacto. Ese detalle, por pequeño que fuera, me apartó un instante de la ceremonia. Lo suyo habían sido otros zapatos, los de la de Mamá Simone de la comedia danzaria de La fille mal gardée, de los personajes que pisaban fuerte el escenario, con humor, con carácter, con cubanía escénica. Tal vez unas botas, quizá el calzado gastado de un ensayo, hubieran contado mejor quién era.

Habían comenzado los discursos, unos breves, otros algo más extendidos, todos nacidos desde el afecto. Cada quien recordaba cuándo lo conoció, cómo lo vio por primera vez, qué impresión les dejó aquel encuentro inicial. Se hizo un esfuerzo sincero por acompañar la ocasión, incluso desde la música, que aunque no siempre encontró su centro, se ofreció como un gesto noble. Sin embargo, la atmósfera parecía pedir otro tipo de silencio, más desnudo, más ritual.
El espacio le quedó apretado, como un telón que baja antes de tiempo. No es que no lo mereciera: es que pedía más. El Teatro Principal, su casa mayor, habría respirado con él. La Academia lo habría sentido como uno de los suyos. El Ballet… como su origen y su destino.
Los estudiantes de la Academia Vicentina de la Torre fueron quienes lograron devolverle al salón el aliento que le faltaba. Llegaron en fila, sin dramatismo, sin palabras. Bastó con la reverencia ante la urna, que bajaran la cabeza con esa humildad que no se ensaya, para que todo tomara sentido. Todo lo demás se volvió ruido de fondo ante la pureza de una rosa depositada por una mano joven.

Yo me acerqué después. Con pasos lentos, como quien busca la última conversación posible con un maestro. No dije nada en voz alta; a veces el adiós más fiel es el que se pronuncia por dentro. Miré de nuevo las zapatillas y volví a sentir aquella punzada dulce y extraña. Las puntas eran bellas, sí, pero no eran suyas.
Pensé en la soledad de su muerte, lejos de Camagüey, en una provincia donde estaba cumpliendo un deber artístico. Una vida entera rodeado de bailarines, de jóvenes, de escenarios… y un final en el que la enfermedad lo sorprendió sin los suyos. Me estremeció imaginarlo así, pero también me sostuvo saber que allá, en Morón, Ciego de Ávila, manos buenas hicieron lo posible por acompañarlo.
Mientras todo eso ocurría en la sala, otra despedida —vasta, silenciosa, luminosa— tenía lugar en las redes sociales desde la mañana del 23 de noviembre. Temprano comenzaron a aparecer mensajes de alumnos, colegas, espectadores y amigos de décadas diversas. Cientos de comentarios, casi a la vez, como si un hilo invisible hubiera unido de pronto a toda la gente que alguna vez lo vio crear.

Una persona recordó la gracia inmensa de su Mamá Simone; otra evocó la nobleza de su figura siendo el Rey en Giselle, el ballet que él más amó. Entre las palabras, una frase quedó flotando como un susurro que traspasa generaciones: “Te esperan las Willis; quizá fuiste el único hombre más amado por ellas. Ahora Giselle baila para ti.”
Era un homenaje coral, uno que no necesitaba presencia física. Muchos no pudieron viajar a Camagüey, pero estaban allí, con él, desde cada comentario lleno de emoción verdadera. Era como si cada mensaje fuera una flor puesta sin manos.
Regina Balaguer, con una brevedad luminosa, dijo: “Vivir no es solo existir: es vivir y crear”. Y recordó que los sueños que él sembró seguirán moviéndose en el aire, como si la danza no hubiera terminado para él, solo cambiado de escenario. Más tarde se confirmó que sus cenizas serán depositadas en un sitial de honor en el Ballet de Camagüey. Allí, por fin, estará en su casa, rodeado de la compañía que ayudó a forjar.

Cuando todos desfilaron en la guardia de honor —los alumnos, las autoridades, los amigos, los artistas— el aplauso que surgió no fue un gesto de protocolo, sino un latido. Era el aplauso de décadas, no de minutos. Un aplauso que decía: “aquí estás, aquí sigues.”
Salí de la sala con la sensación de que la despedida había sido doble: la visible y la que cada quien llevaría consigo. Y pensé que la verdadera compañía de un hombre como él no es la multitud de un adiós, sino la constelación de seres que siguen soñando con él. Esa compañía —la suya— no conoce la soledad.
