Generalmente apelo a las remembranzas de viejas costumbres. Tal es el caso del Día de Reyes, acerca del cual hoy les propongo dos inusuales abstracciones en torno a Melchor, Gaspar y Baltazar, los camellos y regalos.
I
En primer lugar, uno de tantos agradecidos artículos de “El Camagüey” en mi correo electrónico refiere a una crónica de Pisto Manchego, publicada por Interino (Nicolás Guillén) el 5 de enero de enero de 1925.
“Yo, que creo en los Reyes, aunque parezca mentira y que me siento tan niño como el que más, estoy tomando mis medidas.
Esta noche, con toda seguridad, pondré a la vera de la cama en que duermo (comprada en la ferretería de Casildo) mis zapatos, con una carta que dirá poco más o menos lo siguiente:
[…]Mis queridos amigos: les ruego tengan la bondad de ponerme dentro de los “adjuntos” zapatos un traje hecho por Leoncio Barrios, una lámpara de la Casa Mendía y una caja de medias de La Gran Señora […]
Y, si fuera cosa que se pudiera dejar en un par de zapatos, hasta les pediría yo a mis amigos que me pusieran en ellos ¡un año sin trabajo y con sueldo!”
II
Medio siglo y un año después, a este apasionado por los pistos guilleneanos, asumió un acontecimiento que dio un punto de giro en su vida y en la de su familia. Los hechos inspiraron, posteriormente, con buenas intenciones la crónica de un aspirante a periodista que se forjaba en la redacción del diario “Adelante”.
La víspera del seis de enero de 1976, junto a mi esposa preparábamos la primera celebración de nuestro hijo Gilberto en el tradicional Día de Reyes, sin arbolito y maqueta de Belén, pero con tres juguetes normados, en aquel entonces, por la libreta. En la noche, recibíamos una visita esperada, dado un secreto que corría de boca en boca, pero que aun así causó sorpresa. El joven soldado informa, lacónicamente: “El Jefe quiere hablar contigo”.
Minutos después, aguardaba sentado en la oficina del ayudante del Puesto de Mando de la Unidad Militar. Tras el saludo reglamentario, la situación se relaja. La sonrisa en los labios de otros oficiales presentes me da más confianza. Me explican que el objetivo de la convocatoria es la necesidad de un especialista en exploración que hable inglés para una misión.
“Mira -apunta el Jefe con singular nobleza- organizamos el Estado Mayor de una unidad que parte para Angola y quiero conocer tu disposición para ir con nosotros”. La conversación es breve. Tras la respuesta afirmativa, me orienta “ve a la casa, despídete de tu gente, mañana temprano aquí, listo para partir”
Confié los pocos detalles que tenía a mano a la familia; mi padre me responde con un insólito “pórtese bien”. A la mañana siguiente, un yipi de “Adelante” nos recoge. Dejamos a mi señora y al niño en el círculo infantil Alegrías del Hogar. Nos despedimos nuevamente. Después me trasladan hasta la entrada de la unidad militar. Confirmada mi presencia, hay fuertes apretones de manos de varios oficiales conocidos en las actividades de preparación combativa y me acompañan hasta otro vehículo.
Dando tumbos por los caminos del polígono de las FAR, el landrover llega al borde de un campamento de casuchas provisionales con techos de hojas de palmas y lonas. El “diestro” chofer comenta la semejanza con una aldea africana. ¿Lo sabría por fotos? Localizamos a los exploradores y me presento. Es una compañía que participó en la gran maniobra Primer Congreso del PCC. Se quedaron en pleno, voluntariamente, para cumplir la misión internacionalista. Al fin, intercambio con el nuevo jefe, un mulato oriental, de apellido Lavadí. Me explica el orden de la partida: él en avión, yo con la tropa en barco. Allá nos veremos.
Las horas del seis de enero pasan rápido. Firmo el compromiso de voluntariedad y luego voy al chequeo médico –la presión arterial no me jugó una mala pasada…gracias al zumo de un limón- y con el habitual recelo me pongo las vacunas. Por primera vez, tengo uniforme verde olivo a la medida, no como el chiste de los reclutas del SMO o son muy grandes o chiquitos. Me completan el equipo de campaña con la mochila, hamaca, frazadas... Cara de asombro cuando ponen en mi mano el paquete individual de primeros auxilios. La posible realidad apretada por mis dedos. La foto para el pasaporte es tomada con el saco de un traje (sólo la parte delantera) y corbata que emplearon muchos. Concluyó así aquel inusual Día de Reyes.
La mañana siguiente nos bañamos a pleno sol con la manguera de un tanque de agua, tan fría como las brisas de enero. Alguien alerta a los “encuerados” la presencia de las enfermeras. Nos ponemos detrás del vehículo. Vestidos de civil aguardamos por una columna de ómnibus. Vamos para la ciudad de Nuevitas.
La gente ha salido a las calles para saludar a la caravana de combatientes y gritan consignas, saben porque estamos ahí, a dónde vamos. Ya la técnica militar se encuentra en los barcos fondeados en el puerto…En fin, todos éramos parte de un secreto guardado celosamente por ocho millones de cubanos, según apuntó luego Gabriel García Márquez, en un artículo sobre la Operación Carlota.