CAMAGÜEY.- El otro día caminé mucho con un objetivo específico en la ciudad de Camagüey. Me debía ese ejercicio por la Avenida de la Caridad y por República. Andar por dos calles principales donde topas ese intento de mercado marroquí puertas adentro. Allí la pacotilla equivale a la sencilla operación de invertir poco y cobrar mucho.
Los jóvenes lindos que venden llegan a ser muy feos. Tienen los ojos casi siempre pegados a un celular. Casi ni te responden. Y si no tienen lo que buscas te miran hasta con mueca. La ley del menor esfuerzo, diría mi tía. O mucha tienda y poca alma, según Martí.
Ser vendedor de algo para esa generación es la consagración de la primavera. Una manera de estar en la farándula, en aquel supuesto mercadeo donde no hay negociación ni trato inteligente para ganar clientela sino la nadería en modo selfie aunque con toda la disposición para desangrar el bolsillo. Seguros de sus puestos estarán, quizás. Colmo de la productividad de lo improductivo.
Hastiada de eso, patidifusa, compungida y toda la caterva de estados emocionales que cabe en la desilusión, al caer la tarde, por trabajo, me vi delante de la Orquesta de Cámara Juan Ramón Orol.
Impecables en el vestuario. También en la educación de sus miradas. Probablemente sus salarios no llegan a lo que una pedestre pacotilla, aunque estudien todos los días el instrumento por el rigor consigo mismo. Y qué hacen cuando se rompen las cuerdas, me dio por pensar. En ese mercado marroquí a la camagüeyana nunca encontrarán lo útil e imprescindible para el pentagrama de su espiritualidad.
Su nuevo director, Pablo Vázquez, ha logrado un milagro. Se ven rostros muy jóvenes y otros no tanto. Claro, al sonido no puedes precisarle ninguna edad pero sí apreciarle virtuosismo a plenitud.
La orquesta ofreció instrumental precioso de Bohemian Rhapsody y We are the champions, de Queen. Intercalado el Imagine de Lennon. Me sentí tocada por ángeles y duendes. ¡Qué bálsamo!