CAMAGÜEY.- Casi siempre el término “épico” acompaña una memorable campaña o acción militar de elevada trascendencia. La celebración de la Asamblea de Jimaguayú, del 13 al 18 de septiembre de 1895, no fue una de esas asombrosas victorias ganadas por el ejército mambí, gracias a la bravura demostrada en el campo de batalla. No significó el triunfo después del combate cuerpo a cuerpo o luego del fuego cruzado. Sin embargo, en esta reunión se gestaron las simientes de una exitosa guerra contra la metrópoli española y se dio continuidad al proceso fundacional de la futura República de Cuba.

Para los lugareños de Camagüey el honor del encuentro fue doble. Además de servir como jurisdicción anfitriona de tan importante suceso, se rindió un sentido tributo a la figura de Ignacio Agramonte Loynaz, al seleccionarse los potreros donde cayera en combate, el 11 de mayo de 1873, como lugar de las sesiones.

La falta de unidad había sido, para las huestes cubanas, uno de los talones de Aquiles de la Guerra de los Diez Años. Con el propósito de evitar la aparición de ese mal síntoma, los patriotas cubanos encararon, en una sola alma, la recién comenzada contienda calificada como Necesaria por nuestro Héroe Nacional José Martí.

Una de las soluciones para favorecer el accionar común del Ejército Libertador, durante el conflicto bélico fue el de componer un gobierno, sin potestad para interferir en los asuntos militares, que fusionara los poderes legislativo y ejecutivo. Con esa decisión se obvió la idea de un nuevo capítulo para la Cámara de Representantes, que ya había dejado un cúmulo de experiencias desfavorables en la campaña anterior.

La adopción de una estrategia coherente para la lucha en curso, además de evidenciar un avance en las aspiraciones de las filas cubanas, demostró el impulso patriótico y comprometido con la causa y la firme intención de separar a Cuba de la monarquía española y su creación como Estado independiente, como rezara la introducción de la Constitución.

Las huellas libertarias de Jimaguayú marcaron, en profundidad, nuestras páginas. En ellas quedó reflejado el balance entre el mando civil y militar, a la que aspiró José Martí, y la firma de una Carta Magna impregnó el espíritu republicano y de legalidad a la insurrección. Bajo sus postulados pudo al fin completarse la tan soñada invasión de Oriente -22 de octubre de 1895 al 22 de enero de 1896-, dirigida por el Generalísimo y el Titán de Bronce, Antonio Maceo.

El histórico encuentro tuvo grandes fortalezas que lo hicieron superior al realizado en Guáimaro, en abril de 1869. Pero también hubo brechas. Una de las más dañinas fue la instauración de una secretaría de guerra que ocasionó trabas, en el desempeño de sus funciones, al general en jefe de los mambises, Máximo Gómez.

Otra de las fisuras resultó la aprobación del Consejo de Gobierno para efectuar ascensos de coronel a mayor general. La decisión pasó por alto la autoridad de Gómez e instó a los oficiales a permanecer atentos a los altibajos que pudieran sucederse, a instancias gubernamentales, en vez de pelear por los rangos en el campo de batalla.

Hasta el sol tiene manchas y agradecidos, debemos apreciar su luz, como bien nos enseñó el Apóstol. La Asamblea de Jimaguayú es precisamente uno de esos acontecimientos que ha legado más claridad que sombras. Pervive en la memoria por la madurez política y la visión objetiva demostrada por los líderes cubanos para lograr la soberanía, por la simple intención de mostrar el valor, la audacia y la voluntad suficiente para construir la épica de nuestra historia.