CAMAGÜEY.- Una vez escuché que el mundo era como una enorme librería repleta de biografías. Algunas más transparentes y abiertas; otras más ocultas pero sorprendentes. Hojear las páginas menos famosas y acercarnos a los detalles de sus protagonistas es una forma efectiva de crecer. Muchas son las historias anónimas que merecen ser conocidas; la de Julia Tabío es una de ellas.

Jaronú, en Esmeralda, fue el poblado que la vio nacer. Allí, a pesar de las carencias materiales, fue donde primero valoró lo importante del amor y de darse a los demás. Crecer con sus nueve hermanos le demostró eso. Al terminar el sexto grado supo de la posibilidad de estudiar para ser maestra, y no lo dudó.

“Cuando llegaron las ofertas yo misma llené las planillas, e incluso firmé por mi papá. Sabía que no estaba bien, pero me arriesgué, no podía dejar pasar la oportunidad. A los meses me comunicaron que estaba aprobada y fue en ese momento cuando dije en la casa que me había inscrito”.

Y aunque nada grave pasó por su osadía y sus padres la apoyaron, viajar a Ciego de Ávila para el período de iniciación no le resultó fácil. Aquel campamento le sirvió para aprender de magisterio, pero también le enseñó formas de actuar y comportarse en la vida. La niña que la mamá peinaba y hasta le lavaba la cabeza tuvo que crecer rápido.

“Después entramos en la escuela de formación de maestros, ubicada en La Larga, Florida. La mayoría éramos muchachos sin recursos, estudiábamos con lo poco que teníamos, pero fuimos felices. Sabíamos que era una tarea grande, una tarea de grandes”, añadió la profe.

A sus 43 años de experiencia, Julia no olvida que fue de las primeras en vestir el uniforme verde en la Formadora, ni su paso por la escuela Granma en Camagüey, y mucho menos la fecha de graduación en 1975.

Tras dos años de práctica, una boda, una mudanza para Florida y un lamentable divorcio, Tabío regresó. “Lo primero que hice cuando volví a la ciudad fue trabajar en la escuela de música como profesora de cuarto grado. Aquel fue un período de superación tanto profesional como personal. Todavía no sabía que estaba embarazada”.

Veinticuatro años dedicó esta maestra a los pioneros de la escuela primaria Emilio Lorenzo Luaces. Cuenta que a ese centro y su gente le debe prácticamente todo. “Las directoras que tuve fueron las que me dieron, como se dice por ahí, el puntico final. Eran muy exigentes y siempre trataba de aprender y preguntarlo todo”.

Hoy trabaja en la “Renato Guitart” con quinto grado. A su aula del segundo piso da gusto entrar. No recuerdo haber sido atendida antes tan bien por unos pequeños. Todos querían hablar de la maestra, esa que no desecha ni un solo espacio para enseñar; esa que conoce fuertes realidades, y a pesar de ello siempre logra sonrisas.

“Trabajamos con niños que tienen problemas en el hogar. Sabemos que no todos los padres son preocupados y que en algunos casos los factores externos no influyen positivamente. No es que yo sea mejor que nadie, pero siempre trato de hacer de la escuela un lugar agradable, un espacio de paz. Distinguir dónde hacemos más falta es nuestra responsabilidad”.

Dice Julia que lograrlo no es coser y cantar. Juntar alrededor de 25 caracteres distintos en un mismo lugar y sentarse a esperar que todo se dé solo, es casi imposible. Educar a las nuevas generaciones jamás ha sido fácil, pero ella asegura que el amor y la paciencia son las respuestas.

“Cada día estoy más contenta de mi paso por esta tierra. Creo que formar infantes y convertirlos en hombres y mujeres de bien es un gran regalo a la humanidad, a la historia. Por eso siempre aconsejo a los maestros que empiezan que deben estudiar y prepararse bien. Es muy malo pararse enfrente de un aula a improvisar”.

La preparación diaria de la que habla Julia se puede comprobar de solo mirar su mesa en el aula. Los mapas, los libros, las gráficas y las libretas para revisar casi le arrebatan todo su sitio. La sonrisa de los pequeños, sus formas de expresarse, de actuar, le colman el alma.

“Al niño no se convence alzando la voz ni maltratándolo, sino conversando, escuchando sus razones. Educar en valores no es difícil cuando lo enseñas con tu propia experiencia, con tu forma. Tú transmites lo que eres. Si llegas todos los días con una sonrisa en el rostro, eso se reflejará”.

Casi en la despedida me confesó que Corazón es su libro de cabecera. En las líneas de Edmundo de Amicis encuentra las mejores fórmulas. Todos los días lee en clase un fragmento y debate sobre valores y sentimientos. Quizá por eso imagino que cuando pasen los años y leamos nuevamente el libro de vida de la profe Julia, sabremos por qué tanta gente tiene dentro un pedacito de su otro corazón.