CAMAGÜEY.- Cuando era niña iba los fines de semana para la casa de mi papá y mi madrastra. Allí jugaba sin descanso con mis hermanos en la terraza, en los cuartos, en cualquier lugar, menos en la sala. No había ninguna regla en contra, pero la sala siempre estaba llena de personas y respetábamos aquel espacio sagrado en el que mi madrastra, delegada de su circunscripción, conversaba con el pueblo.

A casi todos les servía café, o agua, o lo que hubiera. Los abrazaba si era necesario; los acompañaba en sus pequeñas o grandes batallas personales y los ayudaba a salir de los problemas. Visitaba a las personas solas, a los ancianos de la comunidad, le llevaba de su comida al paciente de alcoholismo; caminaba la ciudad sin horarios y la convertía en su hogar.

Tal vez por eso no me resultó extraordinaria o ajena a la realidad, la súper delegada Yaquelín de la novela cubana Tan lejos y tan cerca. Cuando escuchaba a alguien decir: “no existe una delegada tan buena”, yo siempre pensaba: no solo existe, sino que yo la conozco.

La labor de los delegados y delegadas de circunscripción resulta tan importante como subestimada y criticada, a veces con razón. Algunas de estas personas llevan el cargo con complacencia y conformidad. Se ha generalizado la idea del delegado como una figura decorativa, que está ahí, pero no tiene valor.

Sin embargo, su rol no debe ser estático en una sociedad como la nuestra. El delegado es un servidor público y por tanto, carga con la responsabilidad de un pueblo a sus espaldas. Se puede cansar un día, pero su trabajo debe ser constante y renovador; puede, en algún momento, estar de malhumor como todos los seres humanos, pero siempre dispuesto a apoyar con mano amiga.

Tienen la función social de contribuir al bienestar comunitario y constituir un puente entre las familias y las autoridades gubernamentales e institucionales. Cierto, cada vez parece más difícil resolver los problemas con tanta escasez de recursos, pero no corresponde al delegado rendirse en buscar soluciones, trazar estrategias, incentivar la participación ciudadana, hallar alternativas.

Debemos superar el estereotipo del delegado con la carpeta negra bajo el brazo, quien solo atiende a las personas un día en la semana y va de reunión en reunión, elevando quejas y pidiendo despachos. Hoy se necesita al delegado proactivo y resolutivo, el que no espera por la “elevación” infinita de las quejas, sino trabaja de forma colectiva en las soluciones.

Las circunstancias exigen a la persona buena; sí, porque para ser un servidor del pueblo, hay que llevar la inteligencia y la capacidad de la mano con la solidaridad y la empatía. Mirando por encima del hombro a los demás no se generan alianzas, ni desarrollo; estas se crean cuando las manos se juntan para construir un futuro mejor.

Su papel incluye llegar a las casas, tocar las puertas, conocer de los problemas que afectan a la gente de abajo. Y si hay un anciano solo, será el delegado quien convoque a un torneo de dominó para animarlo; y si a alguien le falta un medicamento, deberá el delegado facilitar el intercambio y donación de medicinas en ese lugar; y si hay una vecina víctima de violencia de género, acompañará a la Federación de Mujeres Cubanas en su lucha.

Ese tipo de delegados, con liderazgo natural, con don de gente, con palabra elocuente y veraz, con amor y compromiso para la comunidad, es el que vale. Cuando nos afectan múltiples crisis (económica, electroenergética, climática, ali mentaria...), quién si no ella o él para representar, construir y educar. De ahí la importancia de elegir y hacerlo bien. Debemos pensar nuestro voto y ejercer ese derecho con plena conciencia de que estamos eligiendo un camino, y más que camino, seleccionando al mejor guía.