CAMAGÜEY.- Inaugurado desde muchos años antes, no sé cuántos, el bar-cafetería El Imperial abrió en la esquina de la calle República y el callejón de La Magdalena con puertas a ambas vías, siempre populosas. Tenía un salón con mesas cuadradas de hierro, cubiertas de mármol blanco y cuatro sillas cada una, un extenso mostrador de madera, una vidriera en una esquina para la venta de cigarros, periódicos, caramelos, chicles, y billetes de la Lotería Nacional y tres ventiladores de eterno giro colgados del techo.

Al fondo, por la derecha, una puerta conducía a un reducido reservado con cortinas para el romanceo furtivo; y a la derecha, otra que daba a los baños de damas y caballeros, utilizados indistintamente en caso de apuro.

Aparte de café y bebidas se ofertaban entremeses de jamón, queso y aceitunas, y desde la medianoche y hasta el amanecer, café con leche y pan con mantequilla.

Lo conocí en su época de esplendor, durante los finales de la década de los ‘50 y en los ‘60, aunque me decían que antes fue mejor. Para nosotros los iniciados, El Imperial era, por así decirlo, la meca bohemia del periodismo lugareño, pues situado a muy poca distancia de las redacciones de los periódicos El Camagüeyano y El Noticiero, uno en el callejón de Finlay y el otro en la calle Avellaneda, tenía también a mano la emisora radial La Voz del Gallo y el Círculo de Profesionales en la antigua plaza de La Merced. Sin dudas que por entonces El Imperial reunía lo más granado de la prensa local.

Concluida en las primeras horas de la madrugada la tirada de la edición del día, periodistas de todas las edades, géneros y estilos, redactores y diseñadores, comenzaban a dejarse caer en la cafetería, adonde además recalaban con frecuencia ambulantes, artistas trasnochados al terminar sus actuaciones en los centros nocturnos de los alrededores como el Gran Hotel, el bar Jerezano y el Parque Bar.

Así que a bordo de esa arca de Noé, lo mismo un trovador rasgaba su guitarra que intervenía un poeta en estado de veremos, o era inevitable que Luis Pichardo Loret de Mola, brillante editorialista y jefe de Información de El Camagüeyano, nos leyera su próximo trabajo.

No faltaban las anécdotas y cuentos de relajo sobre políticos, élite social del momento y buscavidas, narrados con pelos y señales por Rafael Valdés Jiménez, polémico director de la emisora de radio vecina; y las informaciones más actuales del cuerpo de guardia del Hospital General, actas policiales y juzgados correccionales colectados por Agustín Romeo Pérez.

Por lo general el grupo se dispersaba cuando los vendedores de periódicos comenzaban a vocear en las calles las noticias nacionales e internacionales de la jornada.

Pero había tormenta. La joven avanzada de estudiantes de Periodismo en ese momento, ingresados a las aulas por romanticismo, inspiración o aventura, algunos de los cuales luego cerraron filas en torno a Adelante, apenas si tuvo oportunidad de asomarse al “Aula Magna” que nos ofrecía cada noche El Imperial para aprender todo cuanto había que aprender del reporterismo de la época.

Cuando respiramos los primeros aires de la profesión; cuando nos sentimos con derecho parte de aquel mundo, ya aquel mundo no existía. Se impuso una nueva actitud y estilo de hacer Periodismo y mirarnos con otro prisma.

Tan impetuoso fue el cambio que apenas si nos dimos cuenta de que aquella vida bohemia que tanto nos atrajo, y que aún rezuma en nuestras primeras páginas de Adelante de hace 62 años, se dispersó como el humo de los cigarros que llenaban cada madrugada los ceniceros en El Imperial.

Mas, cuando en 1963 el periódico ocupó su nuevo edificio en la calle Príncipe, comenzamos a escribir, sin saberlo, otra página. Allí teníamos al “Salón Rojo”, nuestra última trinchera para sentirnos a la antigua y amar regalando flores. Ninguno de los noctámbulos habituales de cada amanecer nos dimos cuenta de que la vida bohemia de la profesión tocaba a su fin. En la última madrugada del cabaré que al día siguiente sería cerrado, con muchas mesas vacías y solo nosotros en la sala, nadie se sorprendió que algunos lloraran mientras Martha Estrada les cantaba casi al oído una desgarradora melodía que era como un himno en naufragio: “Abrázame fuerte, fuerte... y olvídame después”.

Pero nuestro espíritu no cambia aunque sí la escenografía. Ha de ser el ADN de la profesión que nos clasifica. Nos seguimos reuniendo en otras tertulias más íntimas y menos bullangueras. Solos, en parejas o grupos afines le robamos minutos a la redacción. Nos vamos a la cafetería de preferencia para continuar hablando de lo mismo con lo mismo: de trabajo, inspiraciones y proyectos; esperanzas y desesperanzas. Distanciarnos un poco de la tecnología que nos absorbe como antes hizo la máquina de escribir. Escuchar el proyecto de un reportaje o un comentario para decirle cuatro cosas a alguien. Es la igual influencia de vida bohemia, pero distinta.