No quiso bustos, ni estatuas, ni su nombre en la calle ni en la plaza.

Sabía que no sería necesario, que él estaría allí, en la calle y en la plaza, en la fábrica y en la gente de ciencia, en el monumento cotidiano que erigimos, en su nombre, con su ejemplo, a la resistencia y a la utopía.

Sabía que lo evocaríamos ante cada reto, en la alegría por la pequeña victoria de cada jornada y también en el pesar de su ausencia física ante el tropiezo o las incoherencias.

Sabía que nombrarlo resultaría tan fácil como mirarnos y ver crecer en nuestro hacer su sueño de conquistar la mejor sociedad posible en lo humanista, científico e intelectual.

Y aquí está Fidel, como obra, en presente y futuro, como raíz.