CAMAGÜEY.- En las guerras de Corea y en la de Viet Nam, le fueron asestados par de golpes al “justiciero” ejército del imperialismo yanqui. Otra de las grandes vergüenzas sufridas por las tropas del Tío Sam, aconteció en Playa Girón, donde las milicias cubanas, con más respaldo de su coraje que de un buen armamento, alzaron los fusiles al cielo en señal de la victoria.

Muchos de aquellos que levantaron su puño, eran apenas unos muchachos. Jóvenes que ni habían dejado atrás su adolescencia, pero que sin importar el miedo a las metrallas o a las llamas de la muerte, embistieron, aunque dejaran ahí sus últimos instantes de vida, contra los mercenarios cubanos que eran la punta de lanza en la invasión norteamericana a Cuba.

Uno de aquellos valerosos era Amado Cruz Ortega, el menor de su batallón. “Esa tarde tenía 16 años, hoy tengo 76. Era el más joven de mi batallón. Yo nací en La Habana, vine en el año ‘70 cuando la zafra. De febrero hasta diciembre del ‘60. Luego de una preparación militar, ocupé posición en la boca del Mariel. Allí estuvimos hasta el día 19 de enero, en el que partimos también para el Escambray, durante tres meses en la lucha contra bandidos.

El sábado 15 de abril, en horas de la mañana, al producirse el bombardeo a los aeropuertos, conjuntamente en Ciudad Libertad y San Antonio de los Baños, luego del entierro de las víctimas y de la declaración del carácter socialista de la Revolución Cubana, por Fidel, juramos defender nuestra Patria. Luego de la espera de una posible invasión”.

Narra Amado cómo el 17 con el desembarco por la Ciénaga de Zapata comenzaron las acciones bélicas. “Nosotros llegamos al próximo Central Australia en la noche del 17. El 18 por la mañana estando yo de guardia con mis ametralladoras, situadas en forma de antiaérea, veo unas luces que vienen de frente y me percato de que era un avión enemigo. Aunque le disparamos varias veces, no le hicimos nada. Por suerte, uno de nuestros artilleros pudo derribarlo”.

Según sus palabras, cuando arribó a aquel sitio “parecía un infierno”. Los mercenarios se enfrentaron primero a los combatientes del Batallón 139, quienes reportaron las primeras bajas. “Al grito de ríndanse! a los defensores de los ideales de Martí, los de verde olivo respondieron: Patria o muerte! Y dispararon contra los serviles a la entonces administración de Jhon F. Kennedy, presidente de los EEUU. Ellos frenaron la invasión por ahí. Prácticamente en las puertas del central Australia”. Cuenta que esa actitud heroica la asumieron todas las huestes revolucionarias.

“Vivimos momentos horrorosos como la pérdida de muchos de nuestros compañeros de armas y nunca se me olvida cómo los batallones 113 y 123 que iban en autobús, fueron incendiados con las bombas Napalm, lanzada desde sus aviones. Los pintaron con nuestras insignias, para confundirnos a todos”, dijo con dolor Cruz Ortega.

Refiere Francisco Cornelio Fernández Díaz, otro de nuestros luchadores en esa gesta, que al capturar a los enemigos “no faltaron las ganas de desquitarnos con ellos el daño que le hicieron a tantos de nuestros amigos de armas y campesinos inocentes que moraban en las cercanía. Pero Fidel nos prohibió tal acto. No podíamos ser desalmados como ellos. Fue muy triste imaginar cuántas familias se desintegraban después de aquel suceso”.

Fue muy costoso el sacrificio. El derramamiento de sangre fue elevado porque en el aquel combate tan encarnizado no hubo tregua. Fidel, nos aseveró que ese combate hizo por todos los de la Sierra Maestra juntos porque no pararon las ametralladoras de disparar, ni los aviones su ofensiva, ni los morteros de reventar. La carretera quedó picada por el retroceso de los cañones. Llevo en la memoria a varios de nuestros héroes como Mariano Regalado y el sargento Galindo”.

Serafín León Rodríguez, quien también fuera integrante del Ejército Rebelde, describió el acontecimiento como “una lección que los yanquis nunca han podido olvidar. Estábamos bajo condiciones muy difíciles, llevábamos 72 horas sin tomar agua ni probar comida. Solo comimos tranquilos, después de vencerlos”.

Expresa que los mercenarios pensaron que encontrarían a un ejército débil, pero “les demostramos que cuando protegemos un ideal con entereza, no existen invasores que nos lo arrebaten”. Serafín ha perdido su visión y anda con dificultad, sin embargo, su ímpetu es desbordante y dice que aún en esas condiciones sería capaz de reeditar los pasajes de su juventud si la Revolución peligrara.

Uno de los instantes que Amado y sus compatriotas atesoran con orgullo, aconteció justo el 20, poco después de darse a conocer la noticia de la gloria definitiva. “Esperábamos atrincherados otro posible desembarco y a las 12 del mediodía llegó un camión a traernos comida. “Después, con el tiempo, empezamos a indagar quién venía manejando ese vehículo. Luego me enteré que, el entonces presidente de la República, Osvaldo Dorticós Torrado, era el conductor.

Otros jefes del Estado Mayor repartían, con humildad, los alimentos a todos los protagonistas de la hazaña. Y entre risas, Cruz Ortega concluyó: “ellos andaban muy bien armados, pero les faltaba lo que nos sobraba a nosotros: mucho coraje y una causa justa que proteger”.