MADRID, ESPAÑA.- En un rincón menos transitado del Retiro madrileño, una fuente lleva el nombre de Cuba y murmura agua fresca para quienes andan sin prisa. Allí, donde los bronces moldean tortugas, delfines y la proa de una carabela, las aves encuentran un refugio que también parece esculpido para ellas.

En la boca de una tortuga, una paloma inclina el cuello y bebe. Podría decirse que la besa. El agua no sólo calma su sed: parece reunir dos tiempos, dos naturalezas, dos silencios.

La escena es sencilla y poderosa. No tiene nada de monumental y, sin embargo, late con la hondura de lo cotidiano: el gesto de la ciudad que ofrece un sorbo; el de un animal que responde con confianza. Esta fuente, aprobada como proyecto en 1929, fue un regalo de España a Cuba cuando aún resonaban los ecos de la separación colonial. Su simbolismo es evidente: en lo alto, una figura femenina representa a Cuba, con gorro frigio. A sus pies, las aguas brotan de criaturas marinas y animales que parecen cargar siglos de travesía.

 Esa representación de Cuba se alza por encima de las estatuas de la reina Isabel la Católica y Cristóbal Colón. Es obra del escultor Miguel Blay, quien puso especial intención en la mano izquierda de la figura, que señala un cuerno de la abundancia rebosante de flores y frutos, sostenido por un pequeño amorcillo. Entre ellos, una orquídea, elegida para simbolizar la belleza y el valor de Cuba para España. La escena evoca aquellas tierras fértiles que durante siglos proveyeron azúcar, tabaco y café.

 Pero es en la ternura mínima —una paloma que se posa sin temor, una tortuga inmóvil que sostiene el gesto— donde la fuente alcanza su sentido más profundo. La piedra y el agua, la metáfora del viaje y del retorno, y una escena urbana que bien podría ocurrir, también, en un parque camagüeyano al final de la tarde.

Caminar hasta la Fuente de Cuba es una experiencia en sí misma. No está entre los caminos principales del Retiro ni al borde de los estanques o de las esculturas más frecuentadas. Se encuentra algo resguardada, como un secreto de la ciudad para quienes deambulan sin mapa, para los que eligen los senderos bordeados de árboles altos y sombras líquidas. Una va cruzando el parque y, si presta atención al rumor del agua o al revoloteo de las palomas, puede acabar frente a esta fuente que más que exhibirse, se deja descubrir.

El entorno es calmo, protegido por un semicírculo de árboles que parecen velar el monumento. La fuente no impone, invita. Su mármol claro y sus figuras de bronce, verdeadas por el tiempo, se funden con el follaje, como si llevara siglos creciendo allí, a la manera de un viejo tronco o de una piedra dormida. No hay estridencia en ella. Incluso el sonido del agua, que brota suave de los animales marinos, tiene algo de confidencia, de susurro.

A ciertas horas del día, cuando el sol cae oblicuo y el aire se espesa de luz dorada, es posible ver cómo las palomas se posan sobre las figuras. Una, en particular, parece volver una y otra vez al cuello alzado de una tortuga que lanza un hilo delgado de agua. Bebe con cuidado, como si respetara el gesto de la estatua. A veces inclina tanto el pico que su cabeza roza el bronce, y da la impresión de que se besan. Es un instante mínimo, que apenas dura unos segundos, pero que queda grabado como una fábula breve. El manantial para las palomas no está en los campos: está en el corazón de una fuente construida con el nombre de una isla.

Hay algo profundamente simbólico en esta escena: la ciudad que ofrece, el animal que confía, la piedra que parece viva. Y también —quizás— la reconciliación callada entre el pasado y el presente. Porque esta fuente, inaugurada el 27 de octubre de 1952, tiene inscrita en su piedra una historia de afectos y separaciones. Pero hoy, el bronce se ha vuelto paisaje, y lo que importa no es la solemnidad del gesto diplomático, sino la manera en que el lugar se ha tejido al ritmo natural del parque.

Quien se sienta cerca, quizás en uno de los bancos ocultos tras los arbustos, sentirá que el tiempo se dilata. Que los ruidos de la ciudad se quedan lejos. Que aquí, en esta pequeña plaza de agua y sombra, hay algo que se parece a la paz. Y que esa escena de la paloma y la tortuga —fugitiva, modesta, irrepetible— es una imagen que uno quisiera llevarse de regreso a casa, como quien guarda una postal sin haberla comprado, como quien bebe también, por un instante, a la sombra de un gesto antiguo.

 Y claro que es grato encontrar a Cuba en una fuente, así, de pronto, sin haberla buscado. Porque cuando se está lejos de la isla, una la busca en los aromas de un plato, en las cadencias de una voz, en la sobremesa donde se repiten anécdotas con esa forma de la nostalgia que no se cura. Se busca en las palabras, en los cuerpos, en la música, en todo lo que alguna vez nos amarró a una tierra. Pero hallarla como símbolo es otra cosa. Es como si en un rincón de Madrid se revelara —quietamente— una raíz que no ha dejado de crecer.

La historia de la fuente, además, tiene algo de silencioso testimonio. Aunque fue aprobada por el Ayuntamiento de Madrid en 1929 como homenaje a la independencia de Cuba, no fue descubierta sino veinte años después, al conmemorarse los 460 años de la llegada de Colón a Cuba. Por tanto, dos décadas permaneció velada, tapada. Como si también su presencia hubiera sido postergada, tal vez incómoda, tal vez olvidada. Y aún hoy es fácil pasarla por alto, a menos que una se detenga, mire, escuche.

Pero más allá de los nombres y las fechas, lo que conmueve es el modo en que estos monumentos se transforman. Lo que en un momento fue gesto diplomático o acto de poder simbólico puede luego volverse refugio, espacio íntimo, escena compartida por palomas, por paseantes, por cubanos que cruzan el parque con la patria a cuestas.

También es cierto que, con el tiempo, las piedras hablan distinto. Y que, desde América Latina y el Caribe, cada vez leemos más críticamente la historia. Ya no hablamos, por ejemplo, de “descubrimiento”, sino de “encubrimiento”. Ya no aceptamos como neutrales las narrativas de conquista o dominio. Y entonces, al encontrar una fuente que lleva el nombre de Cuba y está adornada por símbolos de navegación y poder imperial, podría parecer que hay que defenderse. Pero tal vez —también— se puede mirar con otros ojos. Porque en los pliegues del mármol y del bronce también se esconde otra historia: la de quienes resignifican el espacio, la de quienes lo habitan de nuevas maneras, la de quienes, como tú o como yo, ven a una paloma beber de una tortuga y sienten que ahí hay un acto de ternura, una escena que no fue escrita en ningún decreto oficial.

Entonces, ¿qué dice realmente un monumento? ¿Lo que quiso decir quien lo erigió o lo que siente quien lo encuentra? ¿Qué se recuerda y qué se olvida cuando una obra pasa de ser propaganda a paisaje?

 Tal vez no hay una sola respuesta. Pero sí hay algo claro: la fuente está viva. No por el agua que corre, ni por el bronce que brilla al sol, sino por las miradas que la reconstruyen cada día. Y por eso, hoy, para quien viene desde Camagüey o desde La Habana, o para quien simplemente camina sin rumbo entre los árboles, esta fuente puede ser otra cosa: un manantial de memoria, una postal inesperada de pertenencia, o simplemente un sitio donde una paloma y una tortuga se besan en silencio.