Dicen que fue un rayo, se le escuchó al guía mientras retrataba con el celular el monumento dañado en la zona donde se funde con las rocas el busto en bronce de José Martí.
Estábamos en la cima del Pico Real del Turquino, a 1 974 metros sobre el nivel del mar. Evidentemente la vida para nuestro Héroe Nacional no pasa como un remanso de nubes.
Durante el ascenso, en los momentos de mayor fatiga, cuando la mochila ligera pesa como si cargaras plomo, volvía el aliento en la hazaña de quienes emplazaron la escultura justo allí.
Entonces los senderos no estaban tan definidos ni asegurados como ahora, pues es Monumento Nacional desde 1980. Según la idea original pesaba 163 libras, y para aligerarlo la autora recortó la base y el cuello.
Debemos la escultura a la artemiseña Lilia Jilma Madera Valiente. Ya había hecho un busto para el salón de actos de la Fragua Martiana. María Mantilla lo vio en enero de 1953 y dijo que era lo más parecido al Martí de sus recuerdos.
La obra para el Turquino llegó en expreso a Oriente. Fue colocada en una parihuela por Manuel Sánchez Silveira, el padre de Celia Sánchez, y el talador español Antonio Moreno. Además, hubo que subir cemento, piedras, agua... lo necesario para construir a esa altura, de la que se tienen noticias por una gran nevada en febrero de 1900 y por reportes de escalada a partir de 1915.
Imagino a aquellos albañiles contratados para subirla, tercos ante las caídas en pendientes difíciles y tozudos en los tramos peligrosos. Aunque eran analfabetos supieron leer el plano e hicieron la obra.
Develado al mediodía del 21 de mayo de 1953, el monumento tiene una tarja con una frase martiana: “Escasos, como los montes, son los hombres que saben mirar desde ellos, y sienten con entraña de nación, o de humanidad”.
Martí escribió ese pensamiento en carta al amigo dominicano Federico Henríquez y Carvajal, el 25 de marzo de 1895, el mismo día del Manifiesto de Montecristi y de otros textos cabales.
Fue Jilma, la propia escultora, quien ganó el concurso para seleccionar la frase. Acudió a la misiva considerada el testamento antillanista de Martí, pues él ve en Las Antillas la capacidad de salvar la independencia de nuestra América, y de acelerar y fijar “el equilibrio del mundo”.
A un artista de la plástica de nuestro grupo le preguntaron y confirmó su regreso para restaurar el monumento; sin embargo, cuando empezamos el descenso una rodilla no le aguantó más y hubo que auxiliarlo. Vale mucho su voluntad. De todas formas, ya el guía en su celular llevaba la evidencia y de seguro irían pronto a restaurarlo.
El ascenso al Turquino constituye la meta exigida a tu cuerpo, pero cuando llegas te das cuenta de los nuevos sentidos de ese esfuerzo.
Mientras te repones, en un descanso que dura minutos, piensas en todo: en la fuerza de tu voluntad, en los que quieren llegar y no pueden, y en los que seguro verán esa cima como un sueño y saldrán a conquistarlo.
Para nuestro grupo, tocar el punto más alto de Cuba era un objetivo vencido a medias, porque hasta el momento de encontrar el final añorado del sendero, no agobiaba tanto la idea del regreso. Porque también de eso se trata, de retornar al campamento de Aguada del Joaquín, a cinco kilómetros de allí, almorzar y seguir ocho kilómetros más hasta la base en el Alto del Naranjo, del municipio granmense de Bartolomé Masó. Entonces vuelves a aplicar al máximo el consejo adjudicado a Juan Almeida Bosque de que “más vale un paso que dure que un trote que canse”.
Por el Turquino compruebas que el Maestro forma parte de tus esfuerzos mayores, de la angustia cuando sientes que no puedes, cuando respiras con dificultad, cuando te pinchas con los espinos, cuando resbalas en las pendientes, cuando ves interminable el camino y deseas una silla... pero cuando puedes abrazarlo, quieres mucho más que nada malo le pase a Martí.