CAMAGÜEY.-Cuando las niñas de Sangre Gitana ensayaban para la gala por su aniversario 24, no imaginaban que semanas después la noticia sería otra: ganaron el Gran Premio Infantil en la Fiesta Provincial de la Danza. El reconocimiento confirma la solidez del trabajo sostenido desde la comunidad y con la infancia como centro. La agrupación de inspiración flamenca, de la Casa de Cultura Ignacio Agramonte, reúne a más de medio centenar de niñas de distintos barrios camagüeyanos, con un deseo común: bailar.

APRENDER DESDE PEQUEÑAS
Antes de ser directora, Dianaris Díaz Abad fue una de esas niñas que llegaron al proyecto con los ojos llenos de ilusión. Entró a Sangre Gitana con apenas seis años y creció dentro del grupo hasta que, siendo muy joven, tuvo que asumir la dirección artística tras la salida del país de la fundadora.
“Me quedé al frente con muchas niñas y con padres que, lógicamente, dudaban. Yo también era casi una muchacha”, ha contado.

Ganarse la confianza no fue inmediato. “Algunos padres confiaron, otros no, pero seguí adelante”. Con apenas 15 años ya estaba al frente, aprendiendo a dirigir mientras se formaba. Ya, con más de 17 años de liderazgo, esa historia personal se refleja en la manera en que acompaña a cada niña y dialoga con cada familia.
Keila María Bonet Bejerano tiene ocho años y estudia en la escuela Josué País. Vive en la Plaza de Méndez y llegó hace dos años, casi por casualidad. “Mi mejor amiga estaba aquí y yo le pregunté si estaba en algún lugar así de baile. Me dijo que estaba en Sangre Gitana y yo también quise entrar”, cuenta.
Ensaya entre semana, de cuatro a seis de la tarde. Lo primero que aprendió fue a caracolear, “que es lo más importante”, y luego el taconeo. “En la casa volvía locos a mis padres”, dice entre risas. Su canción preferida para bailar es Diva y, sobre su profesora, resume con la franqueza de su edad: “Es muy buena”.
Analía Morales Sandulvides es la más pequeña del grupo: tiene cinco años y también estudia en la Josué País. En casa, antes de entrar al proyecto, ya bailaba. “Me han enseñado muchas cosas, como baile español y flamenco”. El vestuario lo heredó de una amiguita, los zapatos con tacón “los hace el zapatero”, y asegura que las niñas se llevan bien. En ese momento, su mamá y su abuelo están encamados, por lo que el espacio del baile ha sido un respiro emocional.
Estefani Daniela Chacón Rosabal, de nueve años, empezó con apenas cuatro. Su hermana Diana, de ocho, también integra el grupo. Viven en el reparto José Martí y estudian en la escuela Juan Manuel Viamontes. Llegaron por referencia de unas primas y pasaron las pruebas de aptitud “enseñando cómo bailamos”.
En cinco años, Estefani reconoce que lo más difícil han sido los pasos de taconeo y el trabajo de brazos. En casa ensayan juntas: “Mi hermana tiene coreografías y yo me las aprendo”. De las maestras dice, sin titubeos: “Nos tratan muy bien”.
Camila Ramírez Puga tiene nueve años y es de las que menos tiempo lleva: diez meses. Vive en Camino de la Matanza y estudia en la Josué País. Aun así, siente que ha aprendido una lección esencial: “No importa impresionar mucho al público; si a ti te importa lo que haces, ya”.
Los ensayos comienzan con calentamiento y luego el trabajo coreográfico. Llega cansada después de la escuela, pero no se queja. Su canción favorita es Mátame y valora el acompañamiento familiar: “Los padres apoyan muy bien a sus hijos”.
Tres de las madres que sostienen día a día el proyecto: la instructora Yilian Vázquez Barceló; Ana Rosa Sánchez Torriente, madre de Alexa Richard Sánchez (5 años, escuela Marta Abreu); y Niurka Hernández Varona, abuela de Kerlys Casaña Arteaga (8 años, escuela Jesús Suárez Gayol)
PADRES QUE SOSTIENEN EL PROYECTO
Para Katherine García Vizcaíno, madre de Aitana, de seis años, traer a su hija a Sangre Gitana fue casi una decisión natural. Ella misma bailó desde los nueve años y lo conoce desde dentro. “Vi aptitudes: improvisaba, oía canciones e inventaba pasitos. La llevé a ver funciones, hablé con la directora y hasta hoy”.
“Estoy encantada de que la niña siga y llegue a donde me hubiera gustado llegar a mí”, confiesa. Para ella, el arte también es una forma de protección: “El mundo ha cambiado mucho. Quiero que tenga cultura, que sepa moverse en este medio, hasta que tenga la edad de decidir qué quiere hacer con su vida”.
Yilian Vázquez Barceló, instructora de teatro y madre de Patricia Viamontes, de siete años, aporta otra mirada. Patricia comenzó en Sangre Gitana con solo tres añitos. Desde su experiencia profesional, Yilian apoya el trabajo del grupo y a su directora. “La danza y el teatro se relacionan mucho. Trabajamos los sentimientos y las emociones, llevamos la vida cotidiana a la escena para que ellas logren transmitir”, explica.
A las niñas no solo se les enseña flamenco: también se les educa el oído, el gusto musical y la expresión corporal. “Se les muestra que no todo es reguetón, que existe otra música y otras formas de decir”, añade.
Karol, Premio de Interpretación Femenina.
UN LAURO QUE CONFIRMA EL CAMINO
Hay algo de antiguo y de nuevo en estas niñas de inspiración flamenca. En el golpe del tacón que aún no pesa, en los brazos pequeños que aprenden a dibujar el aire, conviven la memoria de una danza centenaria y la frescura de la infancia. Bailan con flores imaginarias, con faldas que giran como juegos, y convierten el escenario en un patio común donde caben la rumba, la guajira y el eco lejano de Andalucía. No imitan: interpretan. No representan mujeres, sino niñas que sienten, sueñan y descubren en el baile una manera de nombrarse.
Para Dianaris, la directora, cada premio confirma un camino que ha debido sostenerse muchas veces a contracorriente. Sin sede fija, Sangre Gitana ha encontrado en el Teatro Principal un espacio esencial para su crecimiento. “El Teatro se ha vuelto nuestra casa. Aquí ensayamos, aquí crecemos y aquí las niñas aprenden lo que significa el respeto por el escenario”, agradece.
Más allá de la técnica, ella defiende una formación integral.
“Aquí se aprende disciplina, responsabilidad y amor por el arte. Yo cuido mucho que las niñas vivan su infancia, que no quemen etapas, que entiendan que el escenario también es un espacio de educación”, explica.
Así crece entre ensayos compartidos, apoyo familiar y una comunidad que respalda: “Sangre Gitana sin los padres y sin los niños no sería nada. Ellos son mi mano derecha, izquierda y los dos pies”, insiste. Las voces de sus niñas (porque en estos momentos no hay ningún varón) y de quienes las acompañan revelan cómo el arte puede ser refugio, escuela y futuro.
