CAMAGÜEY.- Una entrada gratuita un sábado cualquiera puede ser la puerta a un asombro profundo. Así fue mi visita al Museo Arqueológico Nacional de España (MAN). Aunque solo estaban abiertas la planta baja y la primera, bastó ese asomo para que el pasado me hablara con fuerza.

 Antes del asombro visual, vino la sorpresa conceptual. El inicio del recorrido está dedicado a la evolución del planeta, y lo hace con claridad científica y potencia narrativa. El ser humano nació en África: no es una afirmación al pasar, es una tesis demostrada, representada, contada con imágenes, fósiles, infografías, maquetas y videoinstalaciones. Las pantallas pequeñas, dispuestas como piezas arqueológicas tecnológicas, muestran materiales de archivo sobre los métodos de excavación, clasificación, datación: una arqueología de la arqueología misma.

 De pronto, una infografía proyectada en videomapping lo resume todo en una clase exprés, enjundiosa, que condensa millones de años en minutos. Es inmersivo, breve, directo: una lección viva que condensa lo que fuimos para entender lo que somos.

 Cerca está la reproducción de un niño australopithecus, y no muy lejos, el rostro sereno de una mujer neandertal. La humanidad es una, diversa y antigua. Y el MAN logra que esa universalidad no se pierda en la distancia, sino que se haga tangible desde su territorio: la historia humana contada desde España.

 

Pero el museo no se queda en el asombro estético. Me impactó comprender que muchas de sus piezas no están allí para ser contempladas como reliquias muertas, sino que siguen siendo objeto de investigación viva. Así lo constatan sus propios informes recientes: la restauración de tejidos medievales o el hallazgo de restos de industria paleolítica achelense en lascas de sílex apenas estudiadas hasta ahora. Esa tecnología pudo haber llegado a la península ibérica por el Estrecho de Gibraltar. Esas piezas, que llevaban décadas esperando en silencio, hoy nos cuentan algo nuevo. El pasado, lejos de estar cerrado, está en plena conversación con el presente.

Más allá, entre las esculturas griegas en un patio abierto al cielo, y ya en las salas romanas, aparecen maravillas que me conectan con mi propia historia. Un pequeño cuño de cerámica usado por un panadero para marcar su producto: la marca personal de hace siglos, igual de válida que un logo contemporáneo. O los mosaicos, verdaderas obras de arte compuestas por fragmentos mínimos, como la representación de Medusa, imponente y bella.

Y de pronto, una vasija llama mi atención. Es un tinajón, como los que forman parte de la identidad visual de Camagüey, mi región natal. ¿Qué hace aquí este objeto que me resulta tan familiar? El eco de los materiales, de las formas, de los usos cotidianos que cruzaron mares y siglos, me conmueve.

 La Dama de Elche, símbolo icónico del museo, parece observar todo esto con distancia y misterio. Pero ya no es una estatua congelada: su presencia es un nudo que conecta culturas, tiempos y miradas.

 

 Ahí estaban también las monedas, las herramientas, los objetos pequeños que hablan de lo cotidiano. Algunos tallados con tanta delicadeza que parecen adornos, pero eran utensilios del hogar: una aguja, por ejemplo, mínima y funcional, vestigio de una vida doméstica que también merece ser contada. Cada vitrina susurra historias de manos anónimas, de gestos repetidos, de vidas comunes.

En una sala, una escena de enterramiento de un guerrero impacta por su solemnidad. Está allí con todo su atuendo, como si la muerte no hubiera interrumpido su papel en el mundo. Impresiona comprender que, en muchas culturas, las casas eran lugar para morar… y para morir. Allí mismo yacían, entre los muros que les dieron abrigo. El hogar como espacio total: nacimiento, vida y descanso final.

 Un detalle especialmente sensible: en cada sala hay un área de interpretación accesible para personas ciegas o con baja visión. Paneles en braille, y réplicas de objetos diseñadas para ser tocadas, amplían el alcance del conocimiento y del disfrute. No es un gesto decorativo, es inclusión real, una forma de decir: el pasado también es tuyo, también puedes explorarlo con tus sentidos.

 El público era diverso, muchas familias con niñas y niños que recorrían las salas con curiosidad sincera. No era una visita distraída ni un simple escape del calor —aunque también se agradecía el clima controlado frente al abrasador día madrileño—; se notaba el interés real, la atención, el asombro compartido. Esa escena me hizo pensar en nuestra propia fragilidad. Vivimos en una época marcada por la obsolescencia programada, por lo efímero. ¿Quedará algo de nosotros? ¿Tendrán quienes vengan después alguna pista de lo que fuimos? ¿Algo que valga la pena conservar, interpretar, tocar? En medio de tantos restos antiguos que han sobrevivido milenios, es inevitable preguntarse si seremos recordados con el mismo respeto, si habrá algo nuestro que merezca ser desenterrado.

 Me quedé con ganas de volver. De recorrer las exposiciones temporales que no estaban disponibles ese día, y de conocer las salas cerradas. Sé que cada visita puede ser distinta, porque el MAN no es un sitio fijo: es un museo que sigue creciendo con cada descubrimiento, cada restauración, cada nueva mirada. Volver será, sin duda, otra forma de excavar.