CAMAGÜEY.- Cuando los personajes más intrépidos de los cuentos infantiles se lanzaban al mar, en busca de aventuras, yo también me sentía protagonista. Sin importar los límites de las páginas o de la pantalla, consideraba un tesoro cualquier destino por conocer. Ahora, casi al doblar la curva de los 27, recorrí varios sitios en el trencito urbano. En esta experiencia, no hubo islas, barcos, ni piratas al acecho, pero sí raíles de emoción que me condujeron a la adrenalina como en los viejos tiempos.
Solos o acompañados, los viajeros llenaban los vagones. Cada rostro dibujaba la expectación por transitar la ruta Por la ciudad que vivo, una de las 11 que ofrece la Oficina del Historiador para el presente verano. Ya los primeros chispazos de motivación habían comenzado con las explicaciones de la guía sobre los elementos del simbólico Parque Agramonte, el punto de partida, y la aproximación a la localidad, a escala diminuta, apreciada desde la maqueta del Centro de Interpretación.
En la carretera, el aire despeinaba. El sol invariable… igual de caliente. Los alrededores se miraban con ojos de descubridor. Había quien tarareaba alguna nota pegajosa, del breve espectáculo del saxofonista Henry Hernández Nápoles, en la Sala de Concierto José Marín Varona, como otro de los atractivos ofrecidos minutos antes de arrancar el itinerario. Las céntricas calles Independencia, Martí, Avellaneda, Ignacio Agramonte y Cisneros fueron testigos de la diversión del tren sin carril. Desde el sube y baja de los baches hasta la explosión de una caja de jugo vacía, bajo una de sus gomas, convidaba a la alegría.
Una de las paradas de la locomotora, adornada con los colores de nuestra bandera, ocurrió cerca de República. La sede del Ballet Folclórico de este territorio, en la vía Finlay, era el siguiente objetivo. Dentro del inmueble, los excursionistas conocieron a través de su director, Reynaldo Hechemendía, del trabajo realizado por más de 28 años por los integrantes de la compañía, siempre orientado a mostrarles al público lo mejor de las raíces afrocubanas. Para fortuna de los aventureros llegaron en medio de un ensayo y, más de uno, pudo moverse al ritmo de los tambores y los cantos típicos.
Si hasta el momento los niños habían permanecido bastante tranquilos durante el trayecto, la palabra Guiñol resultó verdadera música para sus oídos. “Está bien”, decía un padre, con voz imperturbable. Luego, irónicamente, compraba tickets para ver la obra. Era el primero en la fila.
La sala del teatro se oscureció. Solo una tela blanca y enorme, en el escenario, permanecía iluminada. Los actores darían al público una probada de sus incursiones en el mundo de las sombras chinescas. Tras unos minutos de espera, las siluetas de los personajes se proyectaron en la inmensa sábana. Representaron un parto. Un alumbramiento atípico y extravagante: el cuerpo de doctores extrajo del vientre de la paciente un móvil, un perchero, una zapatilla, un short… y al final, el bebé.
Al terminar la función, los artistas invitaron a los espectadores al proscenio y les develaron sus secretos para conformar una presentación con el uso de la luz y la penumbra. Después del “hasta pronto”, el trencito volvió a la marcha. Se enrumbó por la carretera de Santa Cruz, derecho al Parque de Diversiones Camilo Cienfuegos.
Como una “oportunidad para compartir en familia y recrearse de una manera sana”, calificó el viaje, Raydel Muñiz Estela, uno de los pasajeros. Junto a sus dos hijos y su esposa pudieron “apreciar mejor a esa otra ciudad que a veces la rutina no nos permite admirar”. También el pequeño de nueve años, Leinier González Moreira halló, en esa mañana, el disfrute con sus parientes. Al final de cada comentario expresaba el deseo de “repetir el momento”.
El éxito del viaje me hizo lamentar la suerte de los que participamos, la pasada semana, en la ruta Conocernos. Esa mañana, el buen ánimo de los excursionistas inundaba los vagones. Sin embargo, las andanzas proyectadas a sitios como la iglesia de la Caridad o a La Merced no pudieron realizarse. Se encontraban cerrados. El último destino, El Lago de los Sueños, tampoco causó el deleite esperado. No había “luz”. Así que hubo que seguirle la corriente a aquel instante y sacarle algún provecho a las opciones de la instalación, disminuidas por la ausencia de electricidad.
Las gestiones del personal de la Oficina del Historiador no faltaron, pero es responsabilidad de todas las instituciones implicadas el asumir el rol que le corresponde en el cumplimiento de esa iniciativa vacacional. Por la ciudad que vivo, es el ejemplo real de esparcimiento sano, de respirar la urbe desde otra perspectiva y de sentirte un filibustero del presente, por tantos recuerdos que saben al mejor botín de un abordaje.