CAMAGÜEY.- Entré primero por la imagen. Por esa mancha ardida de ocres y rojos, como corteza abierta, como tierra desnuda por dentro. Gruta (1975): una cavidad viva. No es un paisaje externo, sino interno; un lugar al que no se llega caminando sino sintiendo. La pintura parece hecha desde adentro hacia afuera, como si la mano hubiese seguido el pulso de algo secreto, anterior a las palabras. Allí hay río, médula, raíz mineral, laberinto de carne. Allí hay respiración.
Yo no sabía que Clarice Lispector pintaba. Brasileña, nacida lejos de donde luego perteneció, hija de migración y supervivencia, su escritura ha sido un territorio de pensamiento ardiente. Pero la pintura me reveló otra cosa: que ella buscaba una forma anterior al lenguaje, un color o un gesto donde todavía no se piensa, solo se siente. Como si la palabra viniera después, como ecos.
Entré así en Agua viva (1973). Y comprendí que no había que leerla como se leen las novelas. No hay trama que perseguir, no hay argumento que sostener. Agua viva se lee como se contempla esta pintura: desde la respiración.
Es un libro que se mueve como luz sobre la superficie del agua: aparece, desaparece, vibra. Lo que importa no es lo que dice, sino lo que hace en el cuerpo mientras se dice. Y esa exigencia —leer sin sujetar— fue difícil. No solo por la naturaleza del texto, sino porque la vida cotidiana no siempre se presta para lo sutil. Leer Agua viva fue abrir espacio en el día, en la noche, en mí.
En estos días la casa ha sido un estuario tibio de fiebre. El dengue y algo más circulan como una sombra caliente. Los cuerpos queridos, uno a uno. Yo era la más fuerte, decían. Eso no significa nada: solo que los síntomas me rozaron más suave, como si me hubieran escogido para sostener la vigilia. Y así me quedé: pendiente de las frentes húmedas, del sueño febril, del paso lento del cansancio que no se quiere ir.
Y mientras tanto, tenía aún la respiración reciente de Agua viva dentro.
La voz de Clarice —esa voz que habla consigo misma como al oído del mundo— empezó a mezclarse con mi propia voz cansada. Ella dice que la palabra es una dimensión más, una extensión de la vida. Y yo también me escuché hablando sola, como dentro de una cueva húmeda, respirante, llena de murmullos.
No hay pasado.
No hay futuro.
Sólo esto: mi mano sobre la fiebre, el zumbido oscuro, la respiración que insiste.
Y algo más: la conciencia frágil y luminosa de estar vivas.
Yo también vengo de una ancestralidad de mujeres que han velado la noche, que han sostenido la vida cuando arde. La siento ahora: un hilo claro, tenso, suave.
La fiebre baja.
La fiebre sube.
Y sin embargo, algo resplandece.
Una piedra interna, transparente al sol.
La palabra que no se rompe.
Me ocupo del mundo, dice Clarice.
Y yo también: del mundo pequeño, íntimo, necesario. La casa, los cuerpos, la respiración compartida.
Hasta que, de madrugada, todo se aquieta.
Y en ese silencio ocurre una certeza leve:
Lo que está vivo continúa.
Y estoy hechizada.
Como ella dijo.
Como digo yo ahora.
Como dice el cuerpo cuando sana.
Me alegra sumar a Clarice Lispector a mi lista de mujeres que escriben desde la raíz misma del ser, sin concesiones. Ella escribía como quien pinta y pintaba como quien escucha su propio misterio.
Clarice habla de entrar en la escritura como quien entra a la pintura. Yo he entrado a estos días como quien entra en un bosque: con ramas de madreselva y palabras enredadas en la mente, tratando de sostener lo que se derrumba y lo que se vuelve flor.
