CAMAGÜEY.- Los meses de COVID-19 sobrecogen el ánimo. Muchos buscan refugio, asidero, en alguna que otra distracción, con la esperanza de que las restricciones disminuyan, y la cotidianidad pueda tener, al menos, un respiro, aunque el nasobuco, o mascarilla siga como prenda apegada durante un tiempo incalculable.
La razón del entusiasmo es válida: Soberana 02 y Abdala. Por ahora, la dupla anda sometida a pruebas de rigor y sus certezas están pendientes. Queda camino, y mientras se confirman las garantías de su empleo masivo, hay que continuar trabajando con la única y mejor herramienta disponible: la higiene.
Por tal razón, y probablemente como nunca antes, se acude a los productos de desinfección. Pese a eso, subyace infinidad de veces la rara sensación de que todo cuanto toque tiene las microscópicas partículas del virus del SARS-CoV-2. El contagio es una línea invisible, y el temor a contraerlo hace vivir con permanente desasosiego, aun cuando muchos desestiman su peligrosidad.
Quizás si la disciplina formara parte de nuestro ADN, fueran menos las personas afectadas, y muchos de los fallecidos, casi la mayoría de avanzada edad, hubiesen pasado sin tropiezos la dura prueba. Es doloroso saber que ancianos adquieren en casa la enfermedad, porque sus familias incumplieron de alguna forma las medidas sanitarias establecidas.
Desconcertante es la situación con recién nacidos, o niños pequeños, cuestión que denota grietas en los cuidados alrededor del infante, algo inexplicable, un sinsentido.
Estos elementos deben constituir razones para reflexionar, una sana invitación a entender que, pese la existencia en el país de dos avanzados candidatos vacunales, el mejor antídoto sigue siendo la preservación de la higiene, de pecar por exageración y no por incauto.
Cada día la Humanidad progresa más en el conocimiento del virus, pero con el tiempo aparecen mutaciones, algunas de mayor peligro, cuestión que instiga a la ciencia a agilizar respuestas que impidan que se tornen inoperantes las vacunas en aplicación actual. Es una endemoniada carrera contra el tiempo, pues las muertes siguen creciendo.
Ya no se trata solo de salvarse. Queda un fenómeno grave: las secuelas. El estrés es una de ellas, pero muchas más afectan al organismo, las renales, las cardíacas, los procesos de diálisis se han disparado, al igual que los trastornos respiratorios, otros pierden leve o severamente el paladar y el olfato, por citar solo algunos.
No es ciencia ficción, sino las evidencias que a diario se viven en consultas médicas cubanas y del mundo; tras salir airoso, ya el cuerpo no es el mismo de antes. En lenguaje menos académico, alguien lo retrataba como una paliza a los órganos. Por supuesto, la rapidez o lentitud de la recuperación, depende del estado de salud general del paciente.
Con los años, las enfermedades propias del envejecimiento comienzan a aparecer: diabetes, hipertensión arterial, cardiopatías, son algunas de las más frecuentes, y también puertas para que el virus aumente su letalidad. Por eso la insistencia con el grupo de personas mayores de 60 años, blanco fundamental, aunque no el único.
Las limitaciones materiales en el país han sido de las cargas acompañantes del nuevo coronavirus, y las necesarias salidas para hallar alternativas alimentarias y otras necesidades entre menguadas ofertas, obligan a someterse a largas colas, donde casi nunca se preservan las distancias interpersonales, y mucho menos el uso adecuado de los protectores para el rostro.
Son momentos tensos, difíciles, vivimos en una economía fustigada por el bloqueo, el desembolso de cantidades extraordinarias de moneda libremente convertible, y con las fuentes fundamentales de ingreso del país dañadas.
En Cuba, preservar la salud es desvelo permanente de cientos de personas, y sus costos son asimilados por las arcas del Estado. Entonces el reclamo de contribuir al cuidado de la salud también significa economía, disminuir las erogaciones en las atenciones de pacientes ingresados y los muy costosos tratamientos.
Las decisiones necesarias se han tomado: inhabilitar procesos laborales presenciales, acudir a variantes como el teletrabajo y el trabajo a distancia, enviar a casa a personas con riesgos, o mayores de 60 años, trasladar al entorno televisivo y virtual el sistema de educación incluidas las universidades, y crear cientos de centro de aislamiento para atender viajeros residentes o no en el país, sospechosos y contactos de enfermos.
Mas, resguardar la salud exige aparejadamente el concurso de las personas. Mientras más cuidado personal, menos enfermos.
A este enemigo invisible, demos batalla visible, constante, individual y colectiva, y para sumar a los todavía pasivos, preguntemos: ¿se quiere usted la vida?