José Alberto González Quiroga no era camagüeyano, aunque lo parecía de tanto como se le quiso aquí. Era santiaguero, con ese acento que, aunque pausado por los años y la pausa de la dirección, se le descubría en cada sílaba precisa. Tenía la elegancia de los caballeros de antes, de los que no pasan, y una educación que imponía sin alzar nunca la voz. Lo veías llegar doblando la esquina desde la puerta de mi casa, y sabías que era él. Luego en bicitaxi, siempre con la misma sonrisa amable como saludo: “El premio lo da el oyente”.