Justo cuando está de moda el abandono y las cifras de una ciudad, de un país, nos dibujan el rostro angustiado de un anciano, he descubierto una palabra honda. Abuelidad. Me hace pensar en cuánto puedo corresponder en amor y atención. Probablemente no he sido la nieta que merecían, pero eso intento al bordar huellas de mis abuelos y también del bisabuelo que he imaginado.

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Mipa

Cuando tuve conciencia de Mipa pasaba el día en la casa de tablas y pencas de palma, en un pueblito en las afueras de la ciudad de Camagüey. La caminata al confín de Las Cruces nos parecía interminable a mi hermano y a mí, hasta que nos volvía la curiosidad con el asomo de las primeras casitas, después de un kilómetro yermo a ambos lados del terraplén.

Mi abuelo paterno nos esperaba recostado en su taburete en el portal. Temprano lo topábamos en la rutina a la bodega o desyerbando el área de plátanos machos. Aprovechaba todo para sembrar. Enredaba el frijol en la cerca divisoria de la propiedad y había fiesta si por ahí descubría un ñame.

Mi abuelo Mipa era un hombre de silencio, el complemento perfecto para mi abuela Mima, la mujer más habladora que he conocido. Él reía o callaba mientras ella contaba su vida desde jovencita como empleada en haciendas de ricachones, hasta las casi interminables mudanzas para el reacomodo del hogar cuando sumaban once hijos.

De Mipa sé poco. Se llamaba Julián. Fue camionero en un contingente de la construcción y estoy segura de su oficio de carpintero, porque todos los muebles de entonces salieron de sus manos.

Su silencio escandaloso le llevó a ocultar malestares del cuerpo y de eso habló demasiado tarde. Murió, hace dieciséis años, ya en otra casa, sin cultivo de plátanos ni ñames, aunque por mantener el jardincito jamás guardó el azadón. Tampoco le faltó nunca la sombra de un buen árbol.

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Osledo

Con el cumpleaños de mi abuelo Osledo hay su misterio y su cumbancha. No he logrado esclarecer el dato real del nacimiento, aunque por tradición familiar celebramos cada 10 de octubre. Fecha aparte, resulta trascendental su llegada a este mundo, porque sin él hoy no estuviera aquí orgullosa de descender de un roble imbatible a los huracanes del tiempo.

Casi no sabía hablar ni caminar cuando quedó huérfano y fue criado por la abuela Petronila, una viejita legendaria. Dicen que falleció a los 115 años y que menudita, centenaria, paseaba sola sobre un caballo y desde un taburete despajaba el maíz para seleccionar las semillas del próximo cultivo.

Abuelo trabajó desde los diez años en la finca de unos parientes. Entonces le tocaba jalar del narigón a los bueyes para preparar la tierra. En efecto, su camino ha sido escabroso, a pura fuerza.

En aquel ambiente de labranza conoció a mi abuela Verena. Al enterarse del romance la futura suegra montó una vigilancia tan severa que condujo a un plan de cimarronaje. Cuando él tuvo lista la casita para ambos, la novia huyó por la ventana y se casaron un 17 de mayo. Por tanto, ese día no solo celebramos el del campesino cubano, sino la terquedad en la forja de un hogar.

Abuelo Osledo nos hizo creer que tiene las orejas estiradas por culpa de mi mamá, porque de bebecita no se dormía sin apapacharlas. También seguía con sus travesuras, aunque no como cuando en las noches cerradas inventaba fantasmas con sábanas o capas colgadas de una mata de coco. Qué viyaya.

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Florentino

Yo tenía un año cuando mi bisabuelo Florentino murió. Conozco su rostro por fotografías, su personalidad por historias de familia, sus orígenes por documentos; sin embargo, tengo una sensación imborrable. Recuerdo que me cargaba.

Abuelo Toledo era canario. También tenía un año cuando sus padres zarparon de la isla de La Palma con destino a Cuba. Una larga travesía con tres niños pequeños hasta que tocaron tierra firme y se asentaron en Siboney.

Unió su vida a una matancera, Luz María, fijaron morada en La Aurora y tuvieron cinco hijos, entre ellos mi Verena. Abuela Lu hacía melcochas de azúcar que se deshacían en la boca.

Mi madre tuvo foto de quince por idea de él. La trajo a la ciudad para un retrato, con la ropita humilde, el pelo negro largo, lacio, y una sonrisa bella. Además fue su compañera de viaje al Coppelia. A Florentino le fascinaba el helado.

Conmigo comparte fecha en octubre. Casi nazco el día de su cumpleaños. Ya era un hombre enfermo. Como una despedida pidió comer cerdo asado de la fiesta de mi primer añito. Estaba hospitalizado. A los pocos días falleció, a un suspiro de sus ochenta.

Por él sentí conmoción aquellos 85 días de erupción volcánica en La Palma en 2021. Dilema histórico de habitantes empecinados, como aquí, por la resiliencia de su isla. Abuelo Toledo también vivió con orgullo su arraigo de cubano.

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Mima siguió contando historias por los dos, igual que por los dos me leyó en el periódico Adelante y me vio por la televisión, como aspiraba mi abuelo Mipa para cuando fuera periodista. Por las vueltas de la vida, soy yo quien lo admira cada día, modesto y bondadoso, en el azul intenso de los ojos de mi hija.

Pudiera relatar más de ocurrencias y de hazañas de mi abuelo Osledo. Fue operador de tractor, jugó pelota en el campito del pueblo con nivel de serie nacional y con más de sesenta años venía a la ciudad a vernos en bicicleta desde el batey de San Bernardo. Como sigue siendo un crack en dominó con partida de olimpiada acabamos de festejar sus 91 años.

Asimismo he empezado a ser consciente de las huellas de abuelo Toledo al hablar con palabras tan canarias como “bembas”, “cachimba”, “cachivache”, el “fleco” del pelo, el frijol “gandul” por grande, el “gofio” y el “zurrón” de la canción de Silvio, la “guagua”, el “margullir” en el agua, el “mojo”, el gusto por “novelear” en la calle y hasta el “ño” cuando todo pinta a “jeringarse”.

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¿Qué sería de nosotros sin la abuelidad? Sea, pues, nuestra gratitud el mejor legado de nuestros abuelos.