CAMAGÜEY.- Dayana lo resumió entre sollozos mientras la apretaba fuerte, justo con toda la fuerza que pudo acumular en casi un mes. A veces 20 días superan las marcas exactas de un calendario. A veces 20 días son años o siglos.
“Ella es el orgullo de la casa”, dijo Dayana a la prensa. Pero la bailarina de seguro no ha leído los reconocimientos que andan por la red. La profe Yamina, la profe María Emilia no dejan de hablar bonito de sus niños. Porque Giselle ha crecido tanto. Giselle se ha vuelto el orgullo de sus profes, de sus colegas, de sus pequeños, de su Previsora, de una provincia, de un país.
La doctora Giselle Stable Ramos aún no termina su servicio social viajando de Camagüey a Minas, y de Minas a Lugareño, y también viceversa, y ya debió “probarse” ante unos pacientes de los que ni sus profes tenían referencias. El “monte” que le tocó en la planilla de postgraduada le había sumado madrugones, filas interminables, mucha paciencia, camiones en sobredosis, pero no la había preparado para el susto de ahora.
“Cuando recibí la noticia de que me necesitaban en esta batalla me sorprendí muchísimo; tuve miedo. Pero dije que sí inmediatamente”, dice Giselle poco antes de “bailar” con Dayana y abrazar a Bárbara y a Berto, sus padres.
La niña mayor de los Stable Ramos fue siempre obstinada. Confiesa Berta que un día se le metió en la cabeza ser médico, y más nunca desistió. Creía ella que era cosa de muchacho, pues de nadie cercano tiene referencias. Esa profesión abunda cuando jugamos a ser grandes, quizá por eso rieron con aquella ocurrencia. Mas lo de Giselle no era un descubrimiento infantil. Lo dijo, y lo cumplió. A los 23 se hizo doctora, y a los 26 llegó a la casa con el diploma de pediatra. De esa última fecha solo la separa poco más de un año.
Por eso, porque la conocen como nadie en este mundo, decidieron apoyarla.
“Mis padres se preocuparon, todavía lo están, pero desde el principio me alentaron. Independientemente de que era mi decisión personal fortalece sobremanera que en casa te respalden. Mi papá me dijo enseguida: ‘Vaya, que eso es lo usted tiene que hacer’”.
Y entonces una escucha del mandato de Berto y piensa en que se debe ser muy grande y noble pa’ empujar a una hija al peligro. Cuando Berto la recibe y la besa y cierra los ojos se le adivina la tormenta que pasó y el agradecimiento hasta a las piedras por traerla de vuelta. Hasta a las piedras seguramente le pidió por su niña.
Un domingo te avisan que debes partir a examinar el virus nefasto y se duda que para ello se cuente con facultad. Pero no se duda, y no hay contradicción. Y ya el martes estás, casi sin asimilar, dentro de unos trajes y muchos nasobucos y botas y gorros, y de un centro del que solo conocías el nombre.
“Creí que sería más complejo trabajar con los ‘militares’; sin embargo hicimos muy buen equipo. A pesar de ser un pez fuera del agua me sentí acogida, como una más de esa familia”, agrega la doctora. Sí, este virus ha unido en propósitos; ha vuelto lo distinto a la horma propia; también ha inspirado, sigue inspirando, y va dejando mejores personas, unas más conectadas.
Hasta unos franceses que fueron noticia en partes de COVID-19, Giselle los dibuja menos europeos, un poco cubanos.
“Los seis pacientes que atendimos fueron un amor. Es tremendo ver a los niños ser tan disciplinados a pesar de su situación. Resulta difícil hacerle entender a un pequeño que su mundo debe reducirse a una cama y un nasobuco; no obstante, lo logramos.
“Los dos niños franceses me conmovieron muchísimo. Imaginaba que se sentían doblemente extranjeros, pues enfrentaban una enfermedad tan novedosa y en una tierra que no era la suya. Eran niños muy buenos; les cogí mucho cariño, como al resto”.
Cuando Abubau y Mohamed aterricen en suelo francés; cuando un día doblen sus 11 y 14 años; cuando cuenten a los hijos, a los nietos, la historia del nuevo coronavirus que encogió al mundo entero en el 2020, hablarán de la angustia en primera persona, hablarán de unos médicos cubanos que no escatimaron en esmeros para salvarlos. Contarán que Giselle (como ningún otro) no vio a tres franceses que introdujeron en su tierra la pandemia, sino a dos niños y una madre asustados y con necesidad de vida. Vida les regaló Giselle a ellos. Porque también por ellos puso en riesgo la suya. Y eso en francés se llama solidarité.
Escuchar a Giselle hace que la COVID-19 no asuste tanto. Pero no en términos de alentar al descuido y la irresponsabilidad. Sino que el empeño por dejar claro que cuando los cuidó “siempre estuvieron todos asintomáticos; ni un moco, ni una tos, ni un catarro”, logra lo que ella misma: transmitir calma, seguridad.
Es que ni el inquieto Ángelo pudo sacarla de sus casillas. Ángelo tenía los horarios invertidos, cuenta. El pequeño de nueve años dormía de día y de noche a “gastar” las pilas. “Llamaba a los enfermeros; gritaba; quería compañía. Hasta que le dijimos ‘Ángelo, te vas’; y ya, fue otro niño”, recuerda feliz.
Se puede apostar a ganar. Otra vez, dentro de muy poco, volverá a ser domingo. Recibirán la llamada de un aviso que no es tal, y “regresaré, nos toca”. Volverá a ser martes de “primera” guardia en el “Militar”. Pasarán dos, o las cinco guardias. Pasarán los días de aislamiento. Y entonces Owen, su ahijado, la recibirá otra vez; mamá bajará las escaleras del edificio con la rosa roja y las lágrimas; y papá será preciso: “Es difícil, pero estoy muy orgulloso. Todo va saliendo bien”.