No lo encontramos por casualidad. Íbamos buscándolo. Queríamos hacerle un regalo a un amigo: un sabor, una imagen, una cerveza de esas que toman valor de recuerdo cuando uno vive lejos. Sabíamos que allí vendían Cristal —o Palma Cristal, como figura en la etiqueta— y Cubanero, que no es otro que el viejo Bucanero, solo que con nombre adaptado a las latitudes del mercado. Aun así, los colores, el diseño, el tono dorado de la lata: todo sigue sabiendo a Cuba.

El restaurante se llama Cuando salí de Cuba, como la canción. Está en pleno centro de Madrid, aunque por dentro respira otro ritmo. Un sitio pequeño, recogido, con terraza y paredes decoradas con fotos antiguas y actuales de ciudades cubanas. En nuestra mesa nos tocó una vista del Parque Agramonte de Camagüey. Una postal. Un guiño.

Pedimos tamales, papas rellenas y batido de mamey. No estábamos allí por hambre sino por antojo, lo que a veces es más urgente. Todo estaba delicioso. El batido me llevó directo a mi infancia, a un sabor que creía dormido. La atención fue amable, natural, sin poses. A veces los restaurantes cubanos fuera de Cuba se sobreactúan, ofrecen “cubaneo” en vez de comida. Aquí no. Aquí había cocina.

 Hace poco, cuando compartí una crónica sobre pan con lechón, un cubano que vive fuera comentó: la verdadera cocina cubana está ahora en el exilio. Lo pensé mucho. Entiendo lo que quiso decir. Es cierto que la escasez y la precariedad han hecho mella en la cocina cotidiana en la isla. Que ahora es más barato cocinar con polvo “sabor a pollo” que con ajo y cebolla. Que muchas frutas apenas se ven, que el refresco es de sobre; sin embargo, aquí en España se sirve “arroz a la cubana” con tomate de lata y huevo frito. ¿Qué hacemos con eso?

Pero también creo que el sabor no se muda tan fácil. No basta con salir de un país para que el sabor se te quede pegado. Si no lo aprendiste en casa, difícilmente te acompañe después. Y eso es lo más doloroso: que ya no solo faltan ingredientes, también faltan los espacios donde se aprendía a usarlos.

 En mi familia, por ejemplo, hacer tamales era algo colectivo. En el campo, en casa de mis abuelos, todos participaban. Se pelaba el maíz, se molía, se armaban las hojas, se cocía a fuego lento. Cada gesto era parte de una memoria compartida. Ahora, con tantas familias fragmentadas por la emigración, con la urgencia cotidiana, eso se pierde. Y al perderse ese momento, se pierde más que una receta. Se pierde el cómo se aprende a tener sabor.

 Por eso, comer aquí —aunque sea en Madrid— fue también una forma de reconocer lo que queda. Entre la canción que le da nombre al lugar, escrita en 1967 por el argentino Luis Aguilé en esta misma ciudad, y la apertura del restaurante, pasaron unos treinta años. Lo que une ambos momentos no es la nostalgia, sino la persistencia.

 Persisten los sabores. Persisten los gestos. Persiste el deseo de invitar a alguien a una Cristal fría y decirle, sin necesidad de explicar demasiado: esto es lo que tomábamos allá.

 También hay otros lugares, por supuesto. En Madrid puedes entrar a un hotpot chino y probar cerveza asiática, distinta, amarga, nueva. Y eso también es hermoso: conocer sabores de otros mundos, dejarte llevar por lo que nunca fue tuyo.

Pero de vez en cuando, está bien buscar lo que sí lo fue. Encontrarlo servido con cuidado. Sentarte frente a una postal de tu ciudad, y recordar —aunque sea por un instante— que el sabor no se ha ido del todo. Que siga habiendo lugares donde uno pueda reencontrarse con un tamal, una papa rellena o un batido de mamey como si fuera cualquier tarde en Camagüey.