MADRID, ESPAÑA.- Soy cubana, pero no de ciudad, aunque hace años la vida me llevó a Camagüey. Mis recuerdos más dulces se encuentran en un rincón del municipio de Sibanicú, en un pueblito llamado Batey San Bernardo, donde vivían mis abuelos maternos.
Allí, entre tablas de madera y techo de pencas, había un cañaveral. Y con aquellas cañas, durante los años más duros del período especial, hacían guarapo. Lo vendían en el portal de la casa, con hielo, servido en vasos sencillos que para mí sabían a gloria.
Aquel dulzor refrescante me marcó. A veces también preparaban melao o raspadura, y a mi tío Tino se le ocurría echarle ajonjolí para hacer unos turrones que todavía hoy puedo imaginar crujir entre los dientes. Años después, entendí que en esos sabores estaba mi infancia. Y en esa infancia, la felicidad.
Por eso, si alguna vez me preguntan a qué sabe la felicidad, yo respondería sin dudar: a guarapo.
Hace poco, recién llegada a Madrid —donde el verano no perdona y el calor parece no tener fin— me contaron que en el Mercado de Maravillas vendían guarapo. Y entonces todo se activó. Hice dos intentos fallidos: el primero, ya no quedaba caña; el segundo, el mercado estaba cerrando. Pero a la tercera fue la vencida.
Allí, en un pequeño puesto llamado Coco Guay, atendido por un venezolano, encontré mi recuerdo líquido. Me contó que las cañas las cultivan en Málaga y Granada. Y sí, era guarapo. Con la idea del mismo dulzor, la misma frescura, la misma ráfaga de memoria.
Madrid se desvaneció por un instante. Estaba otra vez en San Bernardo, con mis primos, chapoteando en el río, viendo a mi abuelo cortar caña, escuchando las voces del portal y el tintinear del hielo en los vasos.
Por eso, mientras yo saboreaba aquel vaso de guarapo en medio del bullicio madrileño, pensaba en mi hija creciendo junto a sus abuelos. Y deseé que pudiera comprender —aunque ahora le parezca cotidiano— la dicha inmensa de tenerlos cerca. Que los escuche, los mire con atención, les pregunte cosas.
Porque un día, sin darse cuenta, en medio del mundo y de sus propios viajes, descubrirá que ellos le dejan dentro un sabor que no se va, una dulzura que no es de azúcar, sino de amor, de raíces, de historia. Y entonces sabrá que eso también era la felicidad.
Unos días antes de ese reencuentro con el sabor, vi la película Guarapo (1988), dirigida por los hermanos Ríos. Es la primera obra de una trilogía fundamental del cine canario, en la que contaron la historia silenciada de tantos isleños que, empujados por la miseria, partieron hacia América buscando una vida distinta. Como tantos. Guarapo no era una bebida en esa historia, sino el apodo de un joven campesino. Su nombre, sin embargo, era símbolo de identidad y resistencia. Viéndola, entendí cómo el arraigo se transforma y se reescribe en lo que uno lleva consigo: en un oficio aprendido, en una semilla traída de regreso, en una palabra que sobrevive.
Y también en un sabor. Como el guarapo que yo bebí en Madrid, y que me devolvió no solo a mi infancia, sino al mapa completo de mi pertenencia.
Y pensé: hoy la historia es al revés. Ya no son los canarios quienes emigran, sino que muchos vienen desde América con nuestras historias, nuestras nostalgias y, a veces, nuestras cañas de azúcar. Algunos de aquellos primeros emigrantes regresaron convertidos en indianos. Trajeron técnicas, oficios, plantas. Ayudaron a levantar la economía de sus islas con lo aprendido en Cuba, en Venezuela, en Dominicana.
Y aquí estoy yo, en sentido inverso, buscando guarapo en Madrid. Encontrándolo. Y bebiéndolo, con la memoria. Porque a veces un vaso de guarapo no es solo guarapo: es una infancia, un abuelo, un cañaveral, una patria.