CAMAGÜEY.- La sacaron del aula justo cuando iban a empezar Matemáticas. El día apenas comenzaba a coger ritmo, pero a ella le cambió el paso. Fue la directora quien la llamó: “¿Está Alma aquí?”, y sin más explicaciones, la llevó. A veces la vida no avisa —solo abre una puerta y una sale, por embullo, por impulso, o porque siente que ahí hay algo que vale la pena.

Iban al concurso de dibujo, ni más ni menos que en la Plaza de la Revolución, donde está el conjunto escultórico de Ignacio Agramonte. No es cualquier sitio: es un espacio que guarda memoria, que impone, que abriga historia y piedra.

Y ahí fue ella, de la mano de la bibliotecaria, con sus libros escolares, sin muchas más herramientas que su voluntad.

“Me moría porque no tenía dónde apoyar. Mis libros eran pequeños y la hoja grandísima” —me contó luego, todavía con las mejillas coloradas por el sol.

Había niñas de quinto, de sexto, de otras escuelas. Algunas llevaron plumones. Ella prefirió los lápices de colores que compartió la bibliotecaria. Si le hubieran avisado, habría llevado los suyos. Pero nada de eso la detuvo. Se sentó en el piso. Apoyó la hoja en el libro de Historia. Y dibujó.

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Mientras tanto, todo seguía ocurriendo a su alrededor: Una niña de otra escuela hizo un “minimatutino” antes de empezar. Llegó también un grupo de la escuela especial. A ella le llamó la atención uno que reía siempre y movía los ojos de forma rara, otro que era altísimo y se movía con dificultad. Se sintió impresionada, conmovida.

“Me dio ternura” —dijo—, “me dio la sensación de que ellos también disfrutan el mundo”. No los miró mucho, por pudor, por respeto. Pero no los olvidó.

Una niña de ese grupo ganó en literatura. Y ella, con el alma abierta como quien todavía no sabe del todo cómo se dice lo que se siente, me dijo: “Me hubiera gustado que el que se reía hubiera ganado también.”

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Dibujaron durante cuarenta y cinco minutos. A ella le pareció poco. “El tiempo de la clase. Se fue volando”, dijo.

Al final, ganó un premio. Regresó a la escuela con una bolsa de regalos, los dedos adoloridos, los pies hinchados de la caminata, y los ojos brillando.

Las compañeras no preguntaron cómo le fue, sino qué le regalaron. Le quitaron la bolsa.

Ella, en cambio, se quedó pensando en las que no ganaron. “Realmente sus dibujos eran mejores que el mío”, me confesó, y eso fue quizás el premio mayor: tener sensibilidad para crear, y humildad para mirar.

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En la tarde, en casa, no descansó. Se sentó a dibujar otra vez. Por encargo del maestro. Ahora era Martí, el del poema XXV de *Versos Sencillos*, que comienza con un escolar sencillo y un canario amarillo de ojo negro, y termina con el deseo profundo de morir sin patria, pero sin amo, con un ramo de flores y una bandera.

Mi hija lo está ilustrando. Dice que le ha salido perfecto.

Ya ha coloreado el rostro de Martí. Le ha puesto algo más que colores: le ha puesto la experiencia vivida, la mirada que crece, la emoción que no se dice con palabras sino con trazos.

De un martes 13 que no trajo mala suerte, ella ha salido más niña, más artista, más humana.