CAMAGÜEY.- La antorcha ha sido asociada, por su simbología, con la espiritualidad y el conocimiento. Una antorcha enciende la llama Olímpica, casi siempre, cada cuatro años. Una antorcha es la que sostiene la Estatua de la Libertad, en su mano izquierda. Para las religiones, solemnidad; cruzadas, signo de luto en los monumentos grecorromanos.

Pero nuestra antorcha no es como las otras. Una latica de carne del último módulo de donación, o la de medir el arroz; la camiseta vieja que ahora desempolva cada semana los muebles; el alcohol de la bodega; el palo verde de la mata del patio; esos son los materiales de mi, tu, nuestra antorcha.

Con eso es suficiente para encenderla, con eso basta para iluminar a Martí en sus 170. El arroyo de la sierra le complace más que el mar; por eso nos perdonará la luz humilde de la latica vieja. Solo eso, la luz, se le parece.

Una antorcha solita alumbra el espacio, pero cuando se unen, cuando Camagüey se asemeja al “mar de fueguitos” de Galeano, entonces la ciudad parece el mundo. Entonces nace en el alma como un deseo de ser antorcha ante la maldad y el conformismo; de ser luz, contra las injusticias; de ser fuego bueno, fuego corazón, fuego color futuro.

Los jóvenes no llevan antorchas, sino que ellas los mueven por la marea alta. ¿O somos los jóvenes también antorchas? Apagarnos es medieval y antidialéctico, detenernos es crimen. “La luz, broder, la luz” moviliza los sueños.

Una antorcha lleva la justicia; otra, carga contra el inmovilismo absurdo; una morada lucha por ellas, y otras de infinitos colores, por más respeto; alguna pide amor y unidad y cierta antorchita buena lleva la llama del trabajo como fórmula contra la oscuridad.

Por las mismas calles de más de cinco siglos van las antorchas de la rebeldía, el humanismo y la transformación; las lleva el mismo Pepe, ahora en otros rostros.

Los años también se parecen, ya nadie es viejo cuando lleva una antorcha, porque en la marcha de la juventud, en la de José Julián, en la marcha de todos hacia un futuro mejor, no es cuestión de uno, ni de dos; no es asunto de diferencias y odios; aquí todos somos antorchas y en la diversidad, buscamos caminar juntos hacia el mismo destino: la luz del Maestro.

A alguien le cuesta apagar su antorcha al final; es la maldición con la que cargan ellas: la testarudez de permanecer, aunque bailen con el aire y tomen otras formas, aunque la llama decrezca a ratos.

Ojalá no las apaguen, que el amanecer no las calle. Ojalá en la mañana sigan encendidos los fuegos con la misma firmeza, a pesar de las oscuridades y las llamas malas, esas que queman y no dan luz. Cuando se es antorcha, hay un solo riesgo y lo mejor del asunto: que luego de la marcha y a la llegada del alba imponente, entonces no te quieras apagar.