Conozco Tenerife. Estuve en el remoto y hermoso Taganana, donde compartí un instante con un guajiro llamado Domingo. También llegué a lo alto del Teide, con la respiración entrecortada pero el alma llena. Y cuando regrese —porque sé que regresaré—, tendré dos propósitos firmes: darle un abrazo a Manuel Darias y saludar personalmente a Mafalda en El Sauzal.
Esa Mafalda de mirada atenta y gesto inquisitivo que ahora se sienta, con toda la dignidad de lo pequeño que es inmenso, en uno de los pueblos más hermosos del norte de la isla. La nueva figura, inaugurada hace apenas unos días, es la cuarta en España y la primera en un pueblo. Ha sido realizada con resina epoxi pigmentada por el escultor argentino Pablo Irrgang, el único autorizado por Quino para representar en volumen a sus personajes.
Manuel Darias nos recuerda un detalle conmovedor: cuando Irrgang y Quino se conocieron, el dibujante argentino acababa de recibir un diagnóstico devastador. Iba a perder la vista. Él, que con sus historias nos había dado ojos para ver más allá, se despedía lentamente de los suyos. A pesar de ese trance íntimo, se forjó entre ellos una amistad sólida, al punto de que Irrgang recibió el permiso exclusivo para moldear a Mafalda y a su universo. Ese gesto de confianza, nacido en un momento de fragilidad, dice mucho sobre el corazón de ambos artistas.
La escultura está instalada frente al teatro, en un espacio cuidadosamente elegido, no solo por su belleza sino también por la protección que ofrece frente al vandalismo que ha dañado otras estatuas de la niña en el mundo.
Mafalda nos representa. Y hay una viñeta suya que me retrata con exactitud. Alguien le pregunta si practica deportes de riesgo, y ella responde: “Sí, a veces doy mi opinión”. Yo soy periodista, y ejercer —más que la opinión— el criterio, siempre conlleva riesgo. Pero también es una forma de ética, de compromiso con la vida.
En junio, Manuel Darias ya le había dedicado una página entrañable a los 60 años de la niña más lúcida del humor gráfico. Recordaba allí su breve pero profunda existencia en papel, entre 1964 y 1973, y su encuentro con Quino en 1991, precisamente en Tenerife. En esa conversación, el autor le confesó que muchas veces, al releer sus propias tiras, se sorprendía: las sentía ajenas, como si otro las hubiese escrito. Le asombraba todo lo que había salido de su interior.
Esa interioridad sensible, crítica, con humor pero sin cinismo, también la supo ver otro grande de la historieta: el cubano Juan Padrón. Fue él quien logró animar por primera vez a Mafalda en cine. Quino no se atrevía, pero al ver lo que Padrón había hecho con su personaje Elpidio Valdés, le confió su creación más querida. De esa confianza nació la película Mafalda en 1994, y antes, entre 1985 y 1987, los inolvidables Quinoscopios, seis cortos animados que capturaron la esencia del humor de Quino.
Juan Padrón era un humorista natural, como bien describe Aramís Acosta en el libro De historietas y animaciones: La vida de Juan Padrón (Ediciones ICAIC). En él se cuenta una anécdota que retrata el alma generosa del cubano. Recorriendo La Habana, Quino quedó sorprendido al ver que la ciudad estaba llena de personajes de Elpidio. Preguntó cuánto ganaba Padrón por esos usos. Nada, respondió Juan. Es una contribución social, añadió. Ese gesto conmovió profundamente a Quino, quien al volver a su país decidió permitir que Mafalda protagonizara campañas de bien público. Otro acto de entrega, sin contrato ni estrategia de marca. Solo humanidad.
Hoy, en el Callejón de los Milagros, en la ciudad cubana de Camagüey, se encuentra una reproducción a tamaño natural de Elpidio Valdés, basada en un dibujo realizado por el propio Padrón en 2019, con las proporciones reales de un cubano promedio. Aunque bidimensional, esa figura se impone en el espacio como si fuera escultura, y se ha convertido en parte de un set urbano donde niños y adultos se retratan con él. Forma parte del Cine Club Infantil que lleva su nombre, un lugar donde el audiovisual es excusa para la imaginación, el juego y la conciencia.
Mafalda en El Sauzal. Elpidio en Camagüey. Dos personajes que cruzaron fronteras, ideologías, idiomas. Y dos creadores que entendieron que la historieta, lejos de ser mero entretenimiento, puede ser un acto de amor social, una forma de educar, de provocar preguntas, de hacer más libre a quien la lee o la ve.
Cuando vuelva a Tenerife, además de saludar a Mafalda, quiero abrazar a Manuel Darias. Porque sus páginas dominicales, siempre generosas, siempre lúcidas, nos permiten seguir entendiendo que el humor —cuando es honesto— no envejece, ni muere. Solo cambia de forma y de plaza. Como esa niña sentada en El Sauzal, que nos sigue recordando que pensar sigue siendo un acto de rebeldía.