CAMAGÜEY.- No estudié en la escuela primaria Marta Abreu porque tenía fama de mal ambiente. Buena sí era la “Emilio Luaces”, con sus aulas llenas de alumnos de concurso. Mis padres se llevaron por aquel prejuicio camuflado de consejo y me matricularon lejos, allá en el inmueble de las calles Cisneros y Ángel, aunque gastara la suela de los zapatos por tener que almorzar en casa.
A la vuelta de los años, ahora que soy madre, los comprendo porque es cierto. Para los hijos se quiere lo mejor aunque no se tomen las decisiones más lógicas. Mis padres eran jóvenes recién mudados a la ciudad, escucharon y aplicaron el viejo axioma castellano de “al lugar donde fueres, haz lo que vieres”.
La “Emilio” ya no existe, salvo en el imaginario de quienes la recordamos como luz y certeza de aquellos días grises del período especial. Ningún apagón justificaba ir con la tarea en blanco. La dignidad tenía, entre muchas formas, la silueta de un docente junto al quinqué preparando en la penumbra la clase.
Por el contrario, la otra escuela permanece por la Plaza de El Carmen, con su coraza, con los ladrillos centenarios y la calle Bembeta a la espalda. Ese límite de la colonia dividía del territorio de los blancos, marcaba el inicio de la zona de los marginados por el color de la piel, por la pobreza, por la mezquindad social.
Duele presentir esas falencias de la subjetividad a nivel institucional; sin embargo, aunque otras sean las escuelas de referencia, nunca dudé en apuntar a mi hija en la “Marta Abreu”. Allí reencontré a una maestra querida y he conocido a educadores tan valiosos como todos los míos.
MORAIMA
Moraima Zunzunegui Pedrero sigue siendo mi profe. Cada ocasión en que por casualidad nos cruzamos por la calle, su palabra ha mantenido la calidez de un abrazo. Cuando le pedí una anécdota, habló de dolor: “Trabajé un tiempo en la escuela Alfredo Gómez. Había muchos niños sin amparo familiar. Los maestros éramos como sus madres, como sus padres”.
—En 20 años de experiencia, ¿qué cambia y qué se mantiene para usted?
—En una escuela cambia el personal y se mantienen las doctrinas de la educación.
—Ahora imparte segundo grado, ¿qué quisiera recibir?
—Más apoyo de los padres. En mi niñez, un maestro era sagrado. La educación comienza en la casa y nosotros la continuamos, pero si los padres no se nos unen, no fluye el trabajo.
—¿Se arrepintió algún día de optar por la carrera?
—Nunca. Tenemos escuelas y oportunidades gracias a la Revolución y a nuestro pionero mayor, Fidel Castro. Me sentiré maestra hasta los últimos días de mi vida.
ESTELVINA
Contemporánea de Moraima es Estelvina Caballero Montejo. Tiene experiencia como directora, ha impartido casi todo menos preescolar y lleva tres cursos en la “Marta Abreu”.
—¿A qué se enfrenta como jefa de primer ciclo?
—Todos los grados son importantes y ningún grupo es igual. Exijo a mis docentes una comunicación adecuada con la familia. Los padres a veces no tienen la paciencia necesaria y quieren que el niño sea una eminencia.
—En una reunión señaló a quienes llaman “brutos” a sus hijos.
—Cuando el papá agrede de palabra, el niño se inhibe y el nerviosismo los mata. Toca al maestro estimularlo para que no tema realizar las actividades.
—¿Cuál es el mayor desafío del proceso educativo actual?
—Lograr una mejor preparación de nuestros estudiantes porque ellos serán los médicos, los ingenieros, los carpinteros... los técnicos del futuro.
KIRENIA
Kirenia Estévez Jorge lleva a sus alumnos hasta cuarto grado. En la actualidad imparte primero a 31 pequeños, el nivel que más disfruta. No hay distracción con aparatos tecnológicos que hasta ahora impida la sorpresa y la alegría colectiva en el aula cuando aprenden las letras e identifican los números.
—La COVID-19 hizo variar las metas, ¿cambió la suya?
—La mía es que sepan leer, escribir y calcular. Hay quien “cancanea” pero casi todos van bien.
—En 17 años de labor, ¿cuál ha sido su historia más triste?
—La estudiante vivía en condiciones difíciles, a veces no venía porque no tenía merienda. Me acerqué a la familia y hoy por hoy está al graduarse de maestra.
—Se es maestro las 24 horas del día, ¿cómo sobrelleva ese peso?
—Una tiene que darse su valor, ser un ejemplo. El maestro es el espejo de todo. Tengo dos hijos, el varón está becado y me reclama porque no voy a verlo cada vez que quiere porque me coincide el trabajo. Sufro eso pero lo sobrellevo.
DORA
Y mientras las maestras hasta ahora entrevistadas no piensan en el retiro, encontramos en sexto grado a Dora Abreu Crespo. Se jubiló hace 11 años, pero solo aguantó uno en casa.
“Aprendí a ser maestra dando clases con 16 años en el campo”, cuenta a menudo en el aula y al círculo de interés con estudiantes de secundaria.
“Me trasladaba más de seis kilómetros a caballo, y hoy se gradúan y ninguno tiene que ir al campo al servicio social”, añade la señora marcada por una misión en Angola durante 26 meses, de 1979 a 1981.
“Fui a enseñar Matemática. Nos dieron una preparación elemental del idioma, y lo demás fue allá, diccionario en mano. Los angolanos que trabajaban en la casa donde vivíamos no sabían leer ni escribir. Cuando terminé ya contaban con sus libros de textos editados en portugués”.
—Los números son un idioma universal...
—Pero me pasó algo curioso. En su alfabeto la “q” se llama “que”. Acá el conjunto de números fraccionarios es “Q+”. Una vez dije “q” y se rieron porque allá ese sonido significa “ano”.
—Hay alumnos inolvidables, ¿cuáles son los suyos?
—Durante estos 55 años, me han impresionado dos alumnos angolanos. Cuando empezaba el turno de clase se cerraba la puerta. Un día tocaron y me chocó verlos en el suelo. Se arrastraban más de dos kilómetros para asistir a la escuela. Caminaban con las manos. Cuando salí de allí tenían sillas de ruedas.
YAQUELÍN
La jefa del segundo ciclo es Yaquelín Lara Martínez. De los 30 años de trayectoria lleva una década en la “Marta Abreu”. Como la mayoría, no olvida el rigor en la “EFECI”, la escuela formadora donde empezó los cinco años de beca: “Todas éramos hembras. Ansiábamos el miércoles, para la recreación cuando traían muchachos de otras escuelas para divertirnos y bailar”.
—¿Cuál ha sido la etapa más difícil para Educación?
—Llegó con esta pandemia al interrumpir, pero el maestro se ha mantenido en acción. Hemos hecho ajustes curriculares para cumplir el objetivo de una clase desarrolladora, que haga al niño reflexionar, inferir, comentar y expresar lo que siente.
Yaquelín ama el aula tanto que martes y jueves imparte Historia de Cuba: “La escuela es maravillosa. A pesar del entorno convulso logramos lo que queremos con los niños”.
BLANCA
Orgullosa de sus 61 años de edad anda Blanca Esther Zayas Hernández. La verdad, no se le notan por su alegría, aunque esa alegría no ha de confundirse porque cuando hay que “entrar a alguien por el aro”, ella asume la tarea.
“Estudié en la secundaria básica Alfredo Álvarez Mola. En octavo grado llegó la carrera de educadora de círculo infantil. Fuimos 505 niñas las primeras que nos formamos en Santiago de Cuba. El último año lo hicimos en Camagüey, en la escuela Nicolás Guillén”, rememora.
Entonces, los pases eran cada 90 días, y después de tercer año, cada 45. Sabía de los padres por las cartas o cuando podían viajar a pesar de que el transporte también estaba difícil.
“Los 15 me cogieron en Santiago, porque nací un 21 de noviembre. Cuando vine, mi papá quiso hacerme una fiesta, y dije que no, que ya tenía con la que me prepararon mis maestras y mis compañeras”, sonríe.
En las prácticas en Oriente, Blanca aprendió mucho. Una vez, en un círculo infantil, un niñito le dijo: “Yo quisiera que fuera mi mamá. Usted con su uniforme se sienta en el piso y juega con nosotros. A mi mamá no le gusta ensuciarse”.
Ella no ha estado a tiempo completo en Educación, pero ya lleva nueve años en la “Marta Abreu”, donde ha motivado a la rumba, como hija inconfundible de Ángel Luciano Zayas, “Quintín”. Con el nombre de su padre también identifica una peña de aficionados al béisbol y el fútbol.
“Antes la rumba se relacionaba con cosas de negros. Los niños no tienen prejuicios. Cuando voy a formar una comparsa, todos quieren participar y obligan a los padres. Desde la cultura siembro valores”, añade.
—¿Qué extraña de su niñez y juventud?
—El respeto a las personas mayores. Recibíamos la asignatura Educación para la salud, y ahí dábamos las reglas de urbanidad. Hoy no te dicen buenos días ni buenas tardes, no te piden permiso. Me duele lo que gasta la Revolución para que las personas estudien. He ido a lugares donde profesionales de alta categoría te tumban y no te dicen ni siquiera “perdón”.
—¿Cuál tarea no ha logrado resolver?
—Que a veces no se reconoce nuestro trabajo por la comunidad, por la escuela, por la ciudad. Eso te desanima, te recuperas pero falta esa motivación.
FÉLIX
Félix Núñez Ginarte es el único docente varón, de los maestros integrales con liderazgo natural: “La profesión me nació. Lo supe desde que estaba en Sola. Mi mamá es enfermera y mi papá, médico. Llegué con 17 añitos. Ya cumplí 34. Aquí hice mis prácticas, he tenido seis directores. Mi vida es enseñar y educar”.
—¿Cómo es la “Marta Abreu”?
—Tiene trabajadores preparados, entusiastas. Nos gusta participar en todas las actividades, en foros, en el evento Histo-Camagüey. Estando en segundo o tercer año de la carrera, integraba un grupo musical, cantaba, y el cuerpo de baile eran mis primeros estudiantes que llevé de primero a sexto. También conformé una rumba. Aquí vemos mezclados profesores, estudiantes y familia.
—Cuentan que la defensa de su trabajo de diploma fue un suceso.
—Todo el mundo se enteró. A mitad de exposición, el presidente me dijo que parara, y me pidió la tesis para el Pedagógico. Quisiera que todo el que se hiciera licenciado, máster o doctor, pusiera en práctica sus proyectos, que la tesis no vaya a la gaveta. Quiero hacer la maestría y después puede que camine un poquito más para arriba.
—¿Qué es lo único que puede quitarle el sueño al profe Félix?
—Que mis muchachos no aprendan. Eso no lo concibo. Cuando estaba en el proceso de la tesis, leí en un libro que si el niño no aprende como el maestro enseña, pues el maestro tiene que enseñar como el niño aprenda.
ADA
Del área de humanidades, además de ser una maestra admirada, Ada Sánchez Luaces tiene una gracia para que en el barrio los vecinos la busquen siempre. Es que lo que no resuelve Ada no lo resuelve nadie. Cuando empezó en la “Marta Abreu” se cocinaba con leña.
“Cada cinco minutos me tocan la puerta. Los atiendo con amor porque aprendí de mi madre y de mi padre, que sobre todo había que ser humano y escuchar. Les digo que no soy la presidenta de la República pero he tratado de resolverles, encaminarlos y se han sentido satisfechos”, sonríe.
En el hogar tuvo el gran ejemplo de dos maestras extraordinarias, sus tías Esther e Hideliza Luaces: “De ellas aprendí lo que soy. Me decían que el maestro nunca debía maltratar al niño”.
Al comparar su formación con la actual, nota que a los jóvenes les faltan herramientas y a eso atribuye la desmotivación con la carrera.
—El aula es una muestra de ideologías, ¿es posible lidiar con eso?
—Nos encontramos con familias disfuncionales, con familias que no están con el proceso revolucionario y el estudiante en el medio de todo. Debemos enseñar al niño y llevar a la familia a un entendimiento. La carrera implica sacrificio, amor, perseverancia.
—Aunque no lo aparenta, dicen que anda por la edad de la jubilación. Viviendo tan cerca, ¿logrará estar quieta en la casa?
—Cumplo los 60 años en marzo. Estoy impartiendo quinto grado. La directora, los padres y los niños me pusieron la parada alta. Quieren que termine el sexto. Voy a ceder. Si estamos dispuestos a mantener las conquistas, a garantizar nuestro relevo, tenemos que formar maestros de corazón, que enseñen a amar y a respetar su Patria.