CAMAGÜEY.- Yo aprendí para siempre la sentencia de Gabriel García Márquez: las grabadoras no captan los latidos del corazón. Lo leí en un texto que no estaba incluido en la bibliografía formal de mi primer año como estudiante de Periodismo. Ese es un tatuaje que llevo en la agenda del oficio. Y ahí está quizá la primera de las torceduras con que resultó esta entrevista.
De Marlene solo conocía el nombre. Ni siquiera la voz había mediado entre teléfono y teléfono para coordinar el encuentro. Otra persona lo había hecho por mí. Errata otra vez. La literatura aconseja que el entrevistador debe saber todo de su entrevistado; primero significa respeto, y segundo, un buen camino para el éxito. Pero esta, ya dije, es un antiejemplo del género. Cuando llegué ya Marlene esperaba; seguimos sumando infortunios. Para colmo fui a preguntar por ella, a ella misma.
“Vamos a sentarnos acá, más cómodas”, y me prepara la atmósfera, como quien adivina en los pasos de la periodista un puro tropiezo. Era una tarde tenue, fresca, y la postal que resultaban los muchos y frondosos árboles la adiviné como el presagio de lo bueno y fértil por venir. Nos sentamos. Yo desenfundo mi agenda y un lapicero prestado a última hora (nunca tan ajustada la expresión). “No uso grabadora”, me disculpo ante el signo de interrogación que se le dibujó en la cara.
Si fuéramos a clasificar, Marlene no es “modelo” de mujer empoderada; exitosa, con vida social de nervios; que elige, según sus cuentas, su propio destino. Más bien el destino la eligió a ella. Marlene es ama de casa y cose cada día de su vida. De haber prescindido de la entrevista, Marlene cabría en moldes de otro siglo.
A los dos días de su cumpleaños 21 le nació Kleidel. Y lo que pintaba para un febrero redondo de celebraciones se volvió turbulencia. Kleidel nació con síndrome de Down. La pena primera puede contarse en trazos y puntadas. Ya no quiso más los vestidos de sus delirios; y la tijera del enojo cortó tanto las prendas como el dolor. Recuerda que en medio de una de esas “terapias” su madre se le sentó enfrente y la alumbró: “Aquí la vida no se detiene”. Entendió.
Desde entonces se dedicó a su hijo con todo el amor y la energía que se adivina en una pieza bien hecha. Porque “en Kleidel encontré todo el amor y la energía que he necesitado para convertir el juego de las muñequitas de trapo y sus ropitas en el juego de buscarme el sustento y hacer lo que me gusta”.
A los 21 comprendió que el juego de la vida a veces lleva lágrimas y tormentos que luego se truecan en fuerzas, en más pasión por el juego. A los 21, a veces, también, se triplican el amor y la razón, y se decide, en paz, que no hay anchuras ni malformaciones genéticas tan absolutas: se puede jugar a ganar con cromosomas “imperfectos”; se puede jugar a ganar, porque una copia extra del par 21 suma urgencias tan sagradas como las de cuidar, apoyar, amar, dar vida luego de la vida.
“Quise que fuera feliz; aposté todo porque creciera como un niño normal. Paseamos muchísimo, hizo todo cuanto quiso: bailó, practicó deportes, pintó, cantó, montó bicicleta, aprendió a nadar. De pequeño su papá y yo lo llevábamos mucho a la playa y a él le encantaba; cada domingo íbamos al parque japonés. Fue el niño más alegre del mundo, y mamá y papá junto a él siempre”.
Marlene por momentos pierde algunas cuentas, como la de las modalidades de deportes que practicó Kleidel: salto largo, atletismo, pesas. Allí se detiene y recuerda la medalla de oro que ganó a nivel nacional en esa especialidad. Yo dudo en preguntarle por el año de la proeza; no voy a presionarla tanto, pienso. Ella “escucha” mi conflicto.
“En el año 2001, me despeja. Tengo la casa llena de diplomas suyos. Sí, ha sido feliz”, y creo que habla para sí. Ella sabe que su biografía, como la de todos los que deciden multiplicarse, debe escribirse desde la capacidad para lograr hijos plenos, con la fortuna de la felicidad, más que de la perfección genética.
“¿El diseño de un día normal en la vida de Marlene? Sencillo. Me levanto tempranito y preparo el desayuno. Cuando el niño despierta lo alisto y me pongo a coser. Luego del almuerzo sigo cosiendo hasta que cae la tarde. Eso si no he tenido que cumplir con alguna responsabilidad como presidenta de colegio electoral o coordinadora de zona de los CDR, pues llevo más de 15 años en esas funciones; y exigen esfuerzo, trabajo directamente con el delegado. Hemos sido hasta vanguardias”, cuenta, y no hay quien la desmotive.
“Mucho ha cambiado la dinámica del barrio y la organización, la vitalidad de los CDR no es la de antes, pero resulta mi manera de ayudar. En otro lugar ya mi hijo no estuviera. No puedo definir la cantidad de pruebas y estudios que le hemos hecho y siempre ha tenido lo mejor”.
El 21 de febrero pasado Marlene Estrada Nápoles y Orbelio Gregorio Salazar cumplieron 34 años de matrimonio; el 22 ella llegó a sus 54, y el 24 Kleidel festejó sus 33. Volvió a ser la hoja más alegre del almanaque: además, tres sobrinos también suman años y una hermana celebra su aniversario de boda. “Está cargadito el mes”, resume. Entonces imagino en casa de su mamá a su familia numerosa siendo feliz: “allá siempre nos reunimos y hacemos todas las fiestas, somos muy uniditos”, y concluye la entrevista.
Otro colega en ese punto mudo detrás del “uniditos” hubiera pausado la grabación, justo a las 7:10 p.m. Yo seguí con la agenda y el lapicero ajeno en la mano. Sonó su celular. “Sí, no te preocupes, ahora paso por allá a recogerlo”. “Mi hermana, me explica, que la niña bailará en el Casino y le dicen que el trajecito debe llevar más adornos. Hoy me paso yo la noche cosiendo”, sonríe auténtica y una cree que su reloj tiene más números.
Cierto, tiene un ejército de cromosomas que la apoya y que ella apoya; son “muy uniditos”. Me despido y anoto mi última oración: Jéssica bailará lindo porque así lucirá su traje; a sus 10 sabe que tía Marlene “enhebra” los cariños con precisión.