Las ciudades medievales con calles tortuosas y amuralladas apenas si se hicieron presentes en el continente americano en la epopeya de la conquista.
Los patrones clásicos de aquellas comunidades no resistieron, tras el asentamiento de las primeras villas, el salto a la categoría de ciudad. El modelo europeo se dislocó con la presencia e introducción de espacios verdes y desconcentración ciudadana en barrios periféricos que hicieron mas cómoda la convivencia y menor el hacinamiento de los siglos anteriores al XIX.
Sin embargo, antes y ahora, en ciudades del medioevo o contemporáneas, en la modernización de las urbes palpita la influencia de la calle. Nadie escapa, por necesidad material y espiritual de la vida en la calle, lugar donde pasamos una gran parte del tiempo.
La urbanización siempre ha tenido en cuenta que la calle es el sitio donde se pierde la convivencia privada para convertirse en la concurrencia del tumulto. La calle siempre es dura de presencia y alma, porque en ella perviven las luces y las sombras de quienes por ella transitan.
La calle es la eterna arena pública donde lidian sin descanso ululantes espíritus de bondades, ambiciones y despiadada indiferencia. Orgullos, humildad y presunciones. Soberbia de unos e hipocresía de otros. La calle es el magnífico escenario sin entretelones donde todas las generaciones han transitado y transitan agobiados u optimistas, triunfantes o humillados.
Muchos soñamos con nuestras calles ideales. Aquellas de los amigos en la esquina y la luz de la novia bajo el portal. En esas aceras y aquellos zaguanes se diluyeron el principio y fin de ese universo que hoy solo existe en nuestra imaginación.
La calle absorbe a todas las profesiones, sexos, colores, modas e ideales. La calle es la verdadera arca de Noé de la humanidad. Sobre ella han navegado hijos y padres, y aun los padres de los padres en una conjugación de cultura e incultura vial con la sinfonía de fondo de voces que se pierden entre las paredes y los caminantes. Música de concreto y asfalto que ni siquiera tiene compasión para la sombra del perro perdido en la más terrible de todas las angustias, la soledad y la indiferencia a la vista de miles.
La calle es como la misma existencia humana por donde pasa el tiempo de la humanidad, con amores y desamores en una vía que conforma nuestros pasos.
La calle siempre es difícil para quien busca respuestas, para definir el porqué se violan derechos ciudadanos a ser bien tratado, a recibir los buenos días o que te pidan permiso al pasar a tu lado. Y todo es más difícil de comprender cuando descubres lo anodino de las tantas leyes, reglamentos y normas colegiadas parece que para tener el gusto de violarlas.
La calle es el lugar donde cada cual cree que es suyo el espacio público, donde en ocasiones la cultura transita en chancletas y la educación del individuo se convierte en inútil.
Cada 8 de noviembre celebramos el Día Mundial del Urbanismo, fecha en que se reconoce y promueve el papel de la planificación en la creación y manejo de comunidades urbanas sostenibles con el marco del ordenamiento regional al que pertenecen, y en el cual, por supuesto, cada calle cobra importancia.
La conmemoración tiene el propósito principal de promover el desarrollo de ciudades sostenibles, que eviten el hacinamiento y la contaminación del medio ambiente.
La fecha designada como Día Mundial del Urbanismo surgió a iniciativa del Instituto Superior de Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires, y aprobada y extendida en 1949 por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) como memoria para recordar acciones necesarias para el bien común donde la calle es el principal protagonista junto a parques, zonas recreativas y la remodelación de algunas áreas ciudadanas.