El asunto de tan complejo es simple. La afrenta a Martí representa un golpe a cada buen cubano.

Cuba fue su principal razón, se hizo su soldado y supo juntar y fundar, porque la Patria, bien lo enseñó el Maestro, va más allá de los límites geográficos a un estado del alma. Lo fue entonces y lo es ahora, desde Tampa a Santiago de Cuba, desde Alemania a Maisí.

Por eso, el vandalismo a su imagen, la triste noticia con la que empezamos el año, no es solo un tema de ideologías sino de nacionalidad, es una herida a las esencias de un país. El mismo que se ha levantado en su nombre, una vez más, para vindicarlo en hermosos actos de amor a su legado y su continuidad.

José, el hijo mayor de Leonor y Mariano es patrimonio de un pueblo, incluso por algo más grande que los títulos. Su heroísmo sobrepasa la estatura física, el traje raído, el verbo electrizante y la prosa cautivadora… su heroísmo está en su obra de vida.

Bien lo dijo su mejor alumno, Fidel, a los 150 años del 28 de enero de 1853:

“Amante fervoroso de la paz, la unión y armonía entre los hombres, no vaciló en organizar e iniciar la guerra justa y necesaria contra el coloniaje, la esclavitud y la injusticia. Su sangre fue la primera en derramarse y su vida la primera en ofrendarse como símbolo imborrable de altruismo y desprendimiento personal. Olvidado y aún desconocido durante muchos años por gran parte del pueblo por cuya independencia luchó, de sus cenizas, como Ave Fénix, emanaron sus inmortales ideas para que casi medio siglo después de su muerte un pueblo entero se enfrascara en colosal lucha, que significó el enfrentamiento al adversario más poderoso que un país grande o pequeño hubiese conocido jamás”.

Eduardo Torres Cuevas, historiador miembro del Consejo de Estado, aseguró en estas últimas jornadas: “José Martí no es un nombre solo, es la razón misma, la idea, el sentimiento, el amor, de lo que somos todos. Nadie como él nos ofreció un camino, nos permitió la dignidad plena de nuestro pueblo”; y Abel Prieto, presidente de Casa de las Américas, señaló que en Martí “hay una autenticidad, una actitud virtuosa, una pureza, una forma de ver la vida tan generosa, tan noble, pero tan auténtica, que estremece”.

En el céntrico parque que lleva su nombre, en la Universidad de Camagüey Ignacio Agramonte Loynaz, en las escuelas, y hasta en los diálogos de casa, las palabras han dignificado al más universal de todos los cubanos: aquel que nos hizo mirar con sentido de continente la libertad, quien nos enseñó el respeto a los padres de la independencia nuestra americana, y que en la Sierra, a 1 942 metros de altura, nos llama a mirar con entrañas de nación.

No es cuestión de arcilla, plástico o pedestal. Martí es el corazón de Cuba; pulsa el hacer de un país que se renueva y se reta, que tiene en sus textos la mejor escuela para enfrentar al monstruo del Norte y que llena jardines de rosas blancas. Pero hay golpes que llegan a la tierra y hasta las palmas se enardecen.

Son días de definiciones, como cada uno de los que vivió el Apóstol. Por eso, aquella frase que tanto hinchó nuestras vibras patrióticas en Perú desde la sinceridad del embajador Juan Antonio Fernández se ajusta como respuesta a la más desesperada campaña anticubana de estos tiempos.

 

Pepe lo escribió en La Edad de Oro: “En el mundo ha de haber cierta cantidad de decoro, como ha de haber cierta cantidad de luz. Cuando hay muchos hombres sin decoro, hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres. Esos son los que se rebelan con fuerza terrible contra los que les roban a los pueblos su libertad, que es robarles a los hombres su decoro. En esos hombres van miles de hombres, va un pueblo entero, va la dignidad humana. Esos hombres son sagrados”.