CAMAGÜEY.-Pocos imaginaron, en los primeros días de marzo del 2020, que la vida cambiaría tanto, que se nos complicaría de tal modo al punto que algunos creen que no volverá a ser como antes. Es difícil pensar en el cubano sin abrazos y besos, saludarse desde la distancia de un metro o más, aunque en muchos casos todavía la idiosincrasia puede más que el autocuidado.
Por aquellos días el mundo se debatía en si era pertinente o no llevar nasobuco, hoy forma parte de nuestras vidas y demostró ser una barrera de contención importante para evitar el contagio.
Hace 365 días los parques estaban llenos de niños al atardecer, los enamorados aprovechaban la poca luz de la luna, los restaurantes estaban abiertos y los teatros animaban la vida cultural de una ciudad con noches bastante movidas, pero una noticia cambió todo: “Detectado primer caso de COVID-19 en Camagüey”.
A partir del 16 de marzo la vida cambió, la hora más importante del día pasó a ser la del Doctor Durán, los aplausos de las nueve rompieron los silencios de la noche, los enamorados tuvieron que aprender a besar y a sentir por encima del nasobuco. Llegaron los temores, los contagios, la muerte. Las cuarentenas, el distanciamiento físico, el aislamiento social, habían sido palabras desconocidas por generaciones.
Los días con seis casos positivos eran alarmantes, y hubo jornadas, incluso con cero. Pocos creímos posible que llegaríamos a más de ochenta confirmados en solo 24 horas; pero nos ganó la irresponsabilidad y la baja percepción de los riesgos.
Un año después nos parece estar viviendo una película, los trajes verdes salen por donde quiera, se ha vuelto común el “se llevaron a fulano por ser contacto de un positivo”, encontrar a alguien en la calle que te diga, “tuve la COVID”.
Quién imaginó hace un año ver el Parque Agramonte vacío por varias semanas, o República, Maceo y la Avenida de la Libertad con restricciones para andarlas de arriba a abajo.
Pero para que todo esto pase, hay que halar parejo, todos en la misma dirección, y no solo la población, también decisores y administrativos. De qué vale cerrar calles enteras para limitar la movilidad y a los pocos días abrir centros comerciales como El Encanto o Calle Cuba en los que la gente se aglomera y son tantos que ni guardar la distancia pueden.
¿Por qué ya nadie exige el distanciamiento físico en las colas? Hace apenas 10 meses, con menos de veinte casos, lo hacíamos; ahora con 800 en un mes lo ignoramos y esos contrastes cuentan vidas. ¿Por qué se anuncian medidas más severas y en 72 horas todo está como si nada? ¿Por qué no somos conscientes, nosotros, la gente, de que en nuestras manos está frenar el contagio?
No es palabrería, allí está la ciencia que lo demuestra. Hace quince días los científicos de nuestra Universidad modelaban un pico de 4 000 contagios. Hoy esos estimados han disminuido porque las cifras diarias parecen mostrar una estabilidad con un ligero descenso, lo que demuestra la efectividad de las últimas medidas, pero si estas se desescalan equivocadamente y por su albedrío, los resultados serán más contagios, menos vidas.
¿Hasta cuándo viviremos en una ciudad detenida, sin vida nocturna, sin poder salir con nuestras parejas, sin jugar pelota en el parque? Si alguien no quiere ir al teatro, a la galería, al estadio o caminar por las calles libremente, otros sí queremos. Si alguno no quiere llegar vivo a la vacuna, yo sí se lo debo a los míos, y la libertad de ese termina donde comienza la mía.
Cuando todo esto pase aplaudiremos a Cuba, a su gente, a los médicos que llevan doce meses fajados con la muerte, a los que no han tenido ni un fin de semana más para compartir con los que aman, a los que apostaron por una soberanísima dosis de mabisa cubanía, a nosotros que vamos a hacer que la enfermedad no tenga otros 365 días.