CAMAGÜEY.- Mi hija llegó de la escuela con una indicación que parecía sencilla: llevar algo para donar a los niños del Oriente cubano que lo han perdido todo tras el paso del huracán Melissa. En casa, que aún guarda la fragilidad de los días recientes —cuando casi todos estábamos enfermos mientras ese ciclón azotaba—, aquella propuesta tuvo un peso distinto.
Cada imagen que llega por las redes o la televisión golpea hondo. Casas cubiertas por las aguas hasta el techo, calles irreconocibles, familias enteras sin un lugar al que regresar. Los rostros, sobre todo los rostros, tienen esa mirada que dice más que mil palabras: se quedó sin nada.
Esta no era la primera vez. El año pasado, para los niños de Guantánamo, emprendimos juntas ese gesto de donar. Entonces, mi hija tuvo que aceptar—con lágrimas que casi rompe— entregar un peluche muy querido. No la forzamos. Le explicamos. Le hablamos del poder que tienen los objetos cuando se transforman en consuelo para otros. Al final, ella lo dio. Y algo germinó en su interior.
Quizá por eso ahora ha sido diferente. Esta vez fue ella quien insistió. Antes de que yo dijera algo. Antes de cualquier explicación.
—Mamá, tenemos que buscar la ropita para donar —dijo temprano, con la voz aún tibia del sueño.
En un primer momento afirmó que no podía regalar otro peluche, porque con todos tenían “mucho apego emocional”. Y yo la entendí. Pero minutos después, mientras preparábamos la ropa, fue ella la que volvió a hablar:
—Sí, Mamá… y un peluchito también. Porque un niño lo necesita.
Luego, tomó una hoja con forma de flor amarilla, y escribió con una caligrafía que todavía tropieza entre curvas: “Deseo que mi regalo te haga feliz.”
Guardó la nota dentro de la bolsa transparente. Y antes de salir hacia la escuela, se detuvo. Dijo que tenía cosquillitas en el estómago. Que estaba contenta por lo que había hecho.
No era vanidad. No era orgullo. Era alegría pura, esa que viene cuando uno descubre que puede ser útil, aunque sea un poco.
Hoy entregará su aporte a la maestra. Y yo, que la vi crecer en este gesto, pienso en lo necesario que es cultivar la solidaridad. No se trata de desprenderse sin más, ni de negar los afectos que nos atan a nuestras cosas. Se trata de abrir espacio para alguien más. De reconocer que lo poco que tengamos puede ser un mundo para otro.
Pienso en los paralelos: Una niña en la ciudad llana de Camagüey, un niño de las montañas orientales. Ambos con sueños, risas, temores. Ambos merecedores de abrigo, ternura y luz.
En tiempos de tanta estrechez, compartir es un acto de valiente abundancia. Y quizá no podamos resolverlo todo. Quizá no podamos dar mucho. Pero sí podemos dar algo. Y ese algo puede encender un rincón cálido en la vida de alguien más.
No cuento esto para presumir. Lo cuento porque aquí, en mi casa, en mi hija, está naciendo un corazón que sabe mirar hacia afuera. Y eso —en un mundo que tantas veces invita al egoísmo— es un regalo que no tiene medida.