Este verano lo he pasado casi entero en Madrid, atrapada entre olas de calor y esa broma recurrente de que “a Madrid solo le falta playa”. Y, sí, ya entiendo el chiste: la capital es tan mediterránea de espíritu que hasta presume de una “playa artificial” que los propios habitantes miran con sorna. Pero si a Madrid le falta mar, le sobra agua dulce: potable, segura, abundante, que mana de los grifos de cualquier casa y de las fuentes públicas como si fuera un regalo inagotable. No en vano, el origen de su nombre se asocia a la palabra Magerit, que en mozárabe significa “lugar abundante en aguas”.

 En Barcelona, en cambio, aconsejan no beber del grifo. Y así pasa en buena parte de España: el agua embotellada manda. Yo vengo de una isla y, aunque mi ciudad —Camagüey— sea tan mediterránea como Madrid, con mar lejos de la vista aunque más cerca, el verano siempre pide agua salada.

 Gracias a un amigo, encontramos hogar para ese plan en un pueblito tranquilo llamado Arenys de Mar, al que se llega en tren. Para un camagüeyano, sería algo así como el tren a Nuevitas, pero con frecuencias cada media hora y, sobre todo, climatizado. Aun así, en horas punta se llena, y el calor se siente como bajo el sol.

Arenys trepa por lomas: calles empinadas, algunas con escaleras. Allí la humedad vuelve a sacar el sudor, como en Cuba. La arena de su playa es gruesa y compacta; no tan oscura como la de Alicante ni negra como la de La Palma, pero lejos de la fina y blanca cubana. El agua, teñida por esa arena, parece oscura, aunque al sumergirse se ven los pies y los pececitos jugueteando. Se entra y enseguida cubre. Alguna medusa puede rondar, así que conviene estar alerta. No es de oleaje ni brisa constante; apenas un airecito que las sombrillas playeras casi no notan. Y aquí me llevé otra sorpresa: el agua me supo menos salada. No sé si es cosa mía o si, por esa zona, al llegar el invierno y derretirse la nieve de las montañas cercanas, el mar recibe un suspiro de dulzura. En Cuba, eterno verano, la sal parece concentrarse toda en la orilla.

 La vida del pueblo palpita sobre todo en el paseo marítimo y en pocas cuadras de la avenida principal. El resto del tiempo —especialmente pasado el mediodía— el pueblo se rinde a la siesta: persianas bajas, comercios cerrados, un silencio que se adueña de todo. Prácticamente no hay extranjeros, o al menos no esos de la otra Europa que no es la hispana, a los que aquí llaman “guiris”.

 Justo cuando nos íbamos, el ambiente se llenaba de expectación: a partir del 14 de agosto, y creo que hasta el 16, llegaban las fiestas del pueblo. Por la noche, acondicionaban el alumbrado, en la plaza de la iglesia montaban una plataforma para conciertos y, por las calles, un grupo de padres y adolescentes ensayaban coreografías con enormes muñecos que representaban, imagino, a personajes típicos de Arenys.

 Uno de esos días nos escapamos a Barcelona para caminarla y visitar algunos de sus hitos arquitectónicos, entre ellos la Sagrada Familia, pero eso merece otra crónica.

En Arenys de Mar, el catalán está en todas partes: carteles, menús, mensajes de voz en los trenes. No es solo un idioma: es identidad y es historia. A veces, para entenderlo desde fuera, basta recordar la comedia Ocho apellidos catalanes (2015), dirigida por Emilio Martínez-Lázaro, que desde la risa refleja algo del carácter y la defensa férrea de lo propio. Aquí esa tozudez lingüística no se disimula: se vive.

 Este pueblo, además, guarda rincones que me remitieron a paisajes y ciudades cubanas: tejados rojos, calles empedradas que recuerdan a Trinidad o al centro histórico de Camagüey, cuestas que se encaraman hacia vistas donde mar y montaña se rozan, como en Santiago de Cuba. Y, como he visto en otras partes de España, balcones y calles con jardineras que regalan color: buganvillas trepando con descaro, amapolas rojas que vibran al sol. El marpacífico se asocia a recuerdos y significados íntimos.

En este marco, Arenys celebra también su herencia marinera con festivales de habaneras, esas canciones llegadas de Cuba en el siglo XIX y que ahora, paradójicamente, aunque no lo viví, pero me han contado que eso devuelve a casa a través de voces y guitarras catalanas. Porque Arenys de Mar no es solo un respiro de playa: es un lugar donde el mar se mezcla con la memoria, donde lo mediterráneo y lo caribeño pueden encontrarse en un acorde, y donde la identidad catalana se vive sin pedir permiso.

 Esa calma mediterránea sabe quedarse contigo. Madrid está en la Meseta Central de la península ibérica y al escribir desde allí, quiero compartir esa idea de contraste geográfico: desde el interior seco y elevado hasta aquella costa. Porque volví con la memoria llena de mar, de abrazos y de ese aire que solo regalan los amigos que abren su casa y su corazón.