CAMAGÜEY.- En Cuba, la guerra no es entre mafias turcas ni entre familias de honor cuestionable, sino entre la novela y el apagón. Lo dije hace unos meses, cuando Cusgún, el cuervo nos tenía en vilo con sus silencios densos y su amor a cámara lenta. Y aunque ya terminó (con más suspiros que balas), la novela no ha muerto. Solo cambió de nombre. Ahora se llama Amor y venganza, y el galán es Césur, que no sabemos si es más intenso o más inexpresivo que Cusgún, pero lo cierto es que ya lo queremos.

 Recuerdo todavía aquel capítulo eterno en que Dila caminó durante 45 minutos por un barrio montañoso, tratando de llegar a Cusgún, sin rumbo ni diálogo. Una escena que parecía absurda pero que, en retrospectiva, me entrenó emocionalmente para este nuevo ciclo. Como quien se prepara para maratón: ya sé que a veces no hay que entender, solo resistir.

Este regreso de la novela turca coincide con un coloquio nacional sobre la colonización cultural. Tema de moda, sí. Pero no puedo evitar pensar que esta pasión colectiva por las historias ajenas dice mucho más que un panel académico. El barrio entero comenta Amor y venganza como si habláramos de parientes cercanos. Y yo me descubro de nuevo al borde de un ataque de ansiedad, temiendo que el apagón me arrebate justo ese momento en que Césur mira a Sühan sin decir nada durante tres eternos minutos.

¿Será que el melodrama viene en nuestro ADN? Un profesor de mi maestría decía que sí. Que los latinoamericanos, y los cubanos sobre todo, somos melodramáticos por naturaleza. Tal vez por eso conectamos con estas tramas, aunque nos parezcan lejanas, reiterativas o incluso ridículas. Tal vez lo que nos engancha no es la historia, sino la esperanza de verla completa, sin cortes, como quien se aferra a una isla de ficción en medio del caos.

 A veces me pregunto si necesito ayuda profesional. No por ver la novela, sino por haber organizado mi rutina en torno a ella. Por priorizarla. Por temer que me corten la luz justo cuando Césur está por confesar algo (que seguro no dirá). Por sentir que, si la novela empieza a las 3:00 p.m. y la electricidad aguanta, ya eso basta para que el día haya valido la pena.

 ¿Habrá terapia para esto? Porque, con tantas cosas de las que preocuparse, aquí estoy, organizando mi día alrededor de una novela turca y los caprichos del sistema eléctrico. ¿En qué momento mi estabilidad emocional quedó a merced de las historias de los turcos?

 No sé si el coloquio nacional “Orgullo de ser Cubano”, previsto del 10 al 13 de abril en Camagüey, mi ciudad, dedicará algunos minutos a las telenovelas extranjeras, pero si no lo hace, está incompleto. Porque más allá del lenguaje y los rostros, esas ficciones están metidas hasta los tuétanos en la conversación nacional. Las consumimos con pasión, las criticamos con acidez, y seguimos ahí, día tras día, esperando el milagro de la corriente y del capítulo completo.

 Las telenovelas turcas han invadido las pantallas y las conversaciones. Aunque repiten siempre la misma fórmula —mafia, venganza, tiroteos y familias hipócritas cenando con solemnidad—, nos tienen atrapados. Y lo más desconcertante: el amor ahí es frío, calculado, todo miradas y silencios. Entonces, ¿por qué me angustia tanto perdérmela?

 Tal vez ni siquiera es por la novela. Tal vez el verdadero gancho es la electricidad. Tener corriente a esa hora es una victoria. Puede que me pase una semana sin verla y al retomarla, la historia esté exactamente donde la dejé. Pero ahí estoy, esperando la luz como quien espera un milagro. Lo cuento a riesgo de que se rían de mí o, peor aún, me retiren el título de máster.

Quizá no estamos enganchados a la novela. Quizás estamos enganchados a la posibilidad de que algo funcione. Aunque sea el televisor.