A principios de noviembre de 1959, la Revista Bohemia publicó un editorial que conmocionó al país: “Camilo”, decía el titular simplemente. No había más que agregar a ese nombre, definido como un sinónimo de pueblo. El texto explica el proceso de búsqueda del CESSNA 310, donde viajaba el héroe. Confirma que no se avistaron rastros del avión, ni de ese hijo de Cuba, quien retorna siempre a nuestro pensamiento como un amuleto de fuerza, inteligencia y humildad.

Después de partir el 28 de octubre del aeropuerto de Camagüey en la aeronave bimotor de las FAR, con dirección a La Habana, el Señor de la Vanguardia dejaba tras de sí un rosario de acciones decisivas para la Revolución. Presumo que mientras observaba a la isla por la ventanilla, en la memoria debían revolotearle los días de la invasión de Oriente a Occidente, la toma de Yaguajay o quizá conversara con el resto de la tripulación, el teniente Fariñas o el soldado Féliz Rodríguez, sobre la conjura de Hubert Matos.

Dudo que el ruido de los motores del aparato, que surcaba el cielo con los colores de la bandera, fueran suficiente para apaciguar el carácter jovial y conversador del protagonista de las Camiladas y las mil anécdotas. De aquel hombre que observaba la vida a través de un prisma de alegrías, aunque la muerte le pisara los talones. De ese amigo que el Che, de personalidad seria, saludara jocosamente en las cartas con un “Pobre Diablo”.

Ya pasaban las seis de la tarde. Caía la noche. Unos minutos antes de elevarse por los cielos, había estrechado la mano del ex boxeador y revolucionario, William Ginestá Almira, conocido como Baby William, y “(…) a poco después de estar en el aire, (...) se comunicó con el capitán Méndez para impartirle algunas instrucciones”, reza la Bohemia de la época. Esos serían sus últimos contactos, con la tierra.

El viaje Camagüey- La Habana, era ya una ruta cotidiana para el del Sombrero Alón. Su encomienda final, en la tierra de El Mayor, consistía en recomponer los cuadros militares en el territorio, contaminados por la sedición del 20 de octubre. Detrás del timón, Luciano Fariñas, de 32 años, se abría paso por el firmamento. Tenía más de 13 años de experiencia como piloto y más de 2 mil horas de vuelo. Los designios de la naturaleza, tan imprecisos y caprichosos como la propia humanidad, rasgarían el itinerario de los tripulantes.

Según el reportaje especial, aparecido en Bohemia, especialistas de diversos ámbitos como la meteorología, concluyeron que la fuerte zona de tormentas ocurridas sobre la región de Las Villas, una de las más potentes de las Américas, pudo haber sorprendido al avión, en horas de la noche, afectando “los instrumentos de navegación y de radio, perdiéndose totalmente la dirección (...)”, y precisa el trabajo periodístico: (…) Al anochecer del miércoles (…) existía una tormenta entre Camagüey y Las Villas. Así lo expresan los pilotos de la Cubana (...) y lo ha confirmado la Oficina Meteorológica (...)”.

En el momento en que el hilo radial cortó las programaciones habituales y difundió la noticia fatal, el corazón de los buenos cubanos pareció detenerse. Se achicó durante varias jornadas la felicidad que de manera progresiva se había conseguido a inicios del ‘59. Así el pueblo se unió en una nueva sagrada misión: localizar algún resto de combustible en el mar, fragmentos de un avión, una hélice… un sombrero. Había que tocar la verdad con los ojos, abrir la prensa y encontrar, en letras enormes, el titular: “!Lo hallamos!”.

Se movilizaron miles de personas por el de la barba de nazareno, guiadas por Fidel. Las pesquisas se realizaron desde el aire, el mar y la tierra, con el empleo de dispositivos militares y civiles, la Marina de Guerra Revolucionaria, lanchas, yates y barcos pesqueros. No faltó el denodado esfuerzo del Ejército Rebelde, apoyado por el campesinado, que peinó desde los montes y las regiones más tupidas hasta los enclaves pantanosos de la costa sur.

La familia del Camilo, permanecía expectante. Transcurrían los segundos como centurias. Su hermano Osmani, seguía de cerca los acontecimientos. Quería enterarse cuanto antes del paradero de ese pillo que tantos peligros había sorteado. El padre, Ramón Cienfuegos, daba aliento a la madre, Emilia, y a los demás parientes. Sin perder la fe los hogares y las iglesias permanecían con velas encendidas. Se escuchaban los rezos a los Santos, hasta altas horas de la noche, para que sucediera el milagro.

Una instantánea del fotógrafo de apellido Corrales, ilustra a tres hombres sentados en el interior de una aeronave, mirando por las ventanas, al mar. “La búsqueda inútil”, se lee en la imagen. Tras 63 años de aquel episodio, la pupila se ensancha, llenamos de aire los pulmones, e inspirados podemos decir que nada de lo realizado con amor es inútil, más si nos referimos a Camilo, un ser de luces comparables a la de Agramonte, Martí y Fidel.

“Ahora … el Héroe ¿Dónde está? / !Quién sabe! Pero lo cierto/ es que si ha muerto, no ha muerto /(...) y el pueblo que sigue el hilo de su espíritu radiante, preguntará cada instante/ de lucha: ¿Voy bien Camilo?”, escribió el Indio Naborí por aquellos días. Su pluma se nutrió de la trayectoria del legendario guerrillero invasor que entró victorioso al campamento de Columbia. Del Comandante que trababa diálogo con el gentío, del paladín admirado por su sencillez, del impetuoso barbudo, del virtuoso de corazón al que su humildad colocó en un altar cimero de nuestra historia.