El primero de diciembre cumplió 58 años el Ballet de Camagüey. Adelante lo celebra conversando con uno de sus pilares: el musicalizador Héctor Mateo Vázquez Aguirre, un hombre que ha afinado durante décadas el pulso invisible del escenario.
CAMAGÜEY.- Héctor llega a la entrevista con un pulóver de Los Beatles, casi como una declaración previa. “Mi fanaticada son ellos”, dirá después, pero ya lo sabía: en San Antonio 119A, su casa siempre ha sido un eco constante de música clásica, pop y rock. Y ese detalle no es casual. Estudió percusión —batería— en la antigua escuela de arte, justo donde hoy está la Academia Vicentina de la Torre. La maestra Vicentina fundó el Ballet de Camagüey (BC). Su camino hacia la cabina de sonido empezó allí, golpeando parches y escuchando rock.
“Empecé oficialmente en el BC en el año 1976. Después, por problemas de plazas, tuve que irme. Volví en 1984 hasta hoy”, me cuenta con las manos puestas sobre los sobres con fotografías que ha traído. En una instantánea sepia aparece una bailarina en un arabesque, los brazos largos, el cuerpo dibujando un equilibrio perfecto. En la esquina, una dedicatoria de Rosario Suárez para él.

—¿Qué empezó haciendo en el BC
—De sonidista. Después, Jorge Vede, que era el regisseur, me vio en la calle y me dijo: “¿Qué estás haciendo?”. “Yo, en la construcción”. “No, ven para acá”. La plaza oficial era de ayudante, pero yo nunca fui ayudante. Fui Sonidista A.
Lo cuenta con una sonrisa tímida. En aquel momento, Héctor venía de trabajar entre paneles, cemento y pruebas de laboratorio. Y de pronto, en plena calle, aquella frase le cambió el rumbo. Es casi una escena de película: un técnico de sonido sin cabina, un regisseur que reconoce un talento y el BC recuperando a uno de sus hombres invisibles.
—En ese tiempo en que tuvo que salir del Ballet, ¿qué hacía?
—Trabajé en la Planta donde se hacían los paneles para edificios.
—¿Era constructor entonces?
—En parte sí, pero trabajaba en el laboratorio tomando muestras. Después me enseñaron a hacer los ensayos.
—¿Cómo se adentra en la técnica del sonido?
—Ya conocía a muchos bailarines porque eran de mi año en la escuela de arte. Yo estudié música. Me ayudaron bastante, igual que Ángel García, el esposo de Lalita Gómez; y José Villavicencio, principalmente, que después se fue para el Ballet Nacional y ahora está en Colombia. Después hice
algunos cursos, me fui adentrando.
—¿Y cómo es eso tan particular de ponerle sonido a la vida cotidiana del ballet?
—Es distinto al sonido de la calle. Aquí tienes que aprenderte la coreografía, estar atento para cuando te digan “pare”. A veces una obra cambia y debes seguir el ritmo del coreógrafo.
—Gran parte de la trayectoria del BC ha sido con música grabada…
—Algunas grabaciones las hice yo. Villa y yo grabamos a Rembert Egües para El Mayor. Con José Antonio Chávez, en el teatro, grabamos Fidelio con la orquesta; aquello demoró una madrugada entera.
—Ahora casi todo está en Internet, pero antes, ¿cómo se conseguía la música?
—Con amistades. Buscábamos cintas y hacíamos mezclas. A veces no era fácil. Recuerdo una coreografía de Alberto Alonso que usaba música de un autor extranjero, pero este no dio el permiso. Entonces Louis Aguirre, que era director de la Orquesta Sinfónica de Camagüey, tuvo que hacer una música nueva.
—Usted ha visto el tránsito de los equipos. Cuénteme.
—Empecé con cintas y una grabadorcita de periodistas que había que golpear para que arrancara. Después vinieron las Akai, más cómodas. Luego los discos, que a veces brincaban. Para función había que llevar dos copias, por si acaso. Ahora, digital: más fácil, más seguro.
En guadalupe junto a Laura Urgells
—¿Qué encontraba en las giras?
—En la primera sí pasé trabajo porque tenían equipos sofisticados que aquí no se veían. En Guadalupe vi una consola de unas cuarenta pistas. Parecía una nave espacial. Me dije: ¿dónde me meto yo?
Al decir “nave espacial” vuelve al sobre con varias fotos de aquella gira. En una de ellas, los técnicos y bailarines sumergidos en un manantial helado. En otra, él, más joven, sonríe con el asombro todavía fresco. Entre chapuzones y consolas gigantes, entendió que el sonido podía ser un idioma universal, pero su oficio era hacerlo comprensible para el ballet.
—¿Y el Teatro Principal?
—Es bueno el equipo, pero el sonido del teatro es malísimo.
—Forma parte de una generación hecha en la práctica. ¿Hay relevo?
—Hay muchos a los que les da lo mismo ocho que ochenta. Les aconsejo que estudien mucho y se concentren. Yo apenas llegué me enamoré. Ese es mi amor.
Luego aparece una imagen colectiva: la compañía reunida alrededor de Fernando Alonso en la celebración por su cumpleaños 90, uno de esos aniversarios que él insistía en pasar en Camagüey. Héctor está allí, al fondo, casi escondido, pero con esa expresión que tienen quienes saben que
presencian un instante histórico.
Héctor y Fernando
Y después, la más íntima: Héctor y Fernando, de pie, abrazados con una naturalidad que solo da la confianza del oficio compartido. Sobre la camisa clara del maestro, escrito a mano, puede leerse: “Con mucho afecto, recordando bellos tiempos”. Él la guarda como quien protege una llama.
—Ha trabajado con grandes personalidades. ¿Cómo era ese trato hacia usted?
—Bueno. Fernando era gente exigente, pero conmigo no había problema.
—¿Siente que usted también ha sido una columna del BC?
—Sí, cómo no. Una vez vino el Teatro Colón de Buenos Aires. Ellos tenían tres personas para lo que aquí hago yo solo. Pensé: si hacemos las tres cosas a la vez, no somos tan…
—¿Alguna anécdota con bailarines sincronizados con usted?
—Había muy buenos. En una variación, si no les daba tiempo a terminar el pirouette, yo tenía que parar la música justo a tiempo. Y cuando no les salía, venían a reclamar con la misma música que estaban ensayando.
—¿Cómo es un día normal en el BC?
—No había hora de irse. Antes entrábamos por la mañana hasta la noche. Yo iba en bicicleta, pero me la robaron. Ahora el jefe de sonido me busca en motorina. Entramos a las ocho y media hasta poco después del mediodía.
Antes éramos tres sonidistas y, como fallaban tanto los pianistas, teníamos que estar temprano por si acaso. Los ensayos variaban. Salíamos tarde, por la gente que venía de afuera o extranjeros que querían ensayar.
—Un trabajo así impacta en la familia. ¿Cómo lo ha sentido?
—A veces me he sentido como fuera. Uno de mis dos varones murió en un accidente. Tengo además dos muchachitas. En aquel entonces todos eran chiquitos. A veces no me daba tiempo a nada por tanto trabajo seguido.
Cuando mi padre enfermó ya estaba más libre. Soy hijo único…
—Usted es mi vecino, y su casa siempre fue musical.
—Cuando podía, ponía dos o tres horas de música. Me sentaba en la ventana, con los bafles al frente, y escuchaba de todo: clásico, pop, rock. Mi fanaticada son Los Beatles, primero eso.
Grupo con Fernando
—Ha sido un año de pérdidas. ¿Qué queda de lo que hizo grande al BC?
—Queda lo que enseñaron. Eran maestros en toda la palabra. Algunos tenían carácter fuerte, pero formaban.
—Cuando fallece un puntal parece que todo se cae. ¿Cómo se sigue viviendo?
—Por el empuje. Se llegó a pensar que se iba a cerrar el BC, pero muchos viejos lo levantaron. Ahora Regina Balaguer está luchando con todo. Lo que pasa es que ya no hay las mismas posibilidades de antes. Los tiempos de Fernando eran otros.
Héctor cierra los sobres. Su pulóver de Los Beatles parece sonreír también. Quizá porque en él se resume todo: el músico que fue, el técnico que es, el hombre que ha sostenido al BC desde la sombra, afinando, día tras día, el sonido invisible que permite que el escenario exista.
Foto con Rosario dedicada